Desde la ventana observa al mestizo del hombre flaco y cuelga el teléfono sin despedirse.
―Squash…―musita mientras aprieta con rabia la raqueta de su marido y Tango empieza a ladrar excitado.
El hombre flaco tiene la absurda costumbre de soplar un silbato cuando se acerca a las casas. Todos los perros del vecindario se unen en un coro de ladridos mientras su chucho arremete contras las verjas al oír la señal. Después, el hombre reparte los premios que lleva en el bolsillo para que callen. Nadie entiende por qué lo hace. Los vecinos maldicen su estampa cuando les despierta a las ocho de la mañana o a la hora de la siesta. Tal vez en su ilógico razonamiento pretenda ganarse la complicidad de los guardianes para pasar desapercibido algún día, sin darse cuenta de que consigue justo lo contrario.
Como Luis. Que hace sonar el teléfono alterando la paz de la casa, que da explicaciones no pedidas sobre dónde está y a qué hora llegará con esa falsa jovialidad que usa para tratar a sus amigotes, que lo único que logra es encender todas sus alarmas para que vaya a buscar la bolsa de deporte y comprobar que miente. Que luego aparecerá silbando y dando portazos, con sus estúpidos bombones de licor o de praliné en la mano, como si no hubiera pasado nada. Que solo merece mil maldiciones. Que esta vez hallará la casa silenciosa, sin nadie que le espere, la raqueta bien visible sobre la mesa, y la cama de Tango vacía en un rincón.