Mientras los demás niños jugaban yo disciplinaba mi curiosidad sobre el universo importunando el descanso de mi abuelo con mil preguntas. Había sido astronauta, como mis padres, a los que a duras penas recordaba elevándose tras una estela de fuego en dirección al firmamento. De mayor quisieron explicarme los detalles técnicos: el anclaje, un relé suelto, un fallo del impulsor izquierdo… un dominó de fatalidades de las que solo me importaba el desenlace: su transbordador perdido a la deriva con billete de ida a ninguna parte.
Hoy cumplo cuarenta años y ayer nevó. Lleva todo el invierno haciéndolo. Y hoy por primera vez he salido de mi garaje –con el trabajo cumplido, liberado por fin de calculadoras y fórmulas–, y he dado un paseo hasta la abandonada plataforma de lanzamiento. He montado la bicicleta, le he conectado los cables, los diodos y he pedaleado hacia atrás. Un copo se ha movido; fue un pequeño espasmo casi imperceptible que se repitió segundos después y que lo agitó levantándolo del suelo y sosteniéndolo en el aire antes de empujarlo con suavidad al cielo.
Sonrío. No pararé de pedalear hasta ver descender la nave. Me subiré con ellos. Y solo entonces dejaré que el tiempo camine por derecho.