Cada mañana al levantarse se miraba al espejo y no se veía, o lo que era peor, no se reconocía. En el espejo estaba el reflejo de cada día, de su pasado, de su dolor y de cada una de las personas que le rodeaban. Pero siempre se quedaba pensativo, día tras día, al realizar ese ejercicio de ponerse frente al espejo. Creía ver a otra persona, a un recuerdo pero no le ponía nombre.
Al salir de casa andaba siempre el mismo recorrido, mismas horas, mismas tiendas, mismos semáforos y un mismo semblante: taciturno, pensativo y apagado de siempre. Se paraba en las cristaleras de las tiendas y su reflejo le intentaba decir algo, su sombra era copia de alguien o de algo, que no recordaba o no quería recordar.
Una noche al volver a casa, con la mismas pautas de siempre: llegar, cambiarse ropa, prepararse la cena, sentarse frente a la televisión con la mirada perdida e irse a la cama, con el trabajo anterior de lavarse los dientes, levantó la cabeza y ahí estaba, su reflejo. Le faltaron dos segundos para saber quien era esa persona a la que no recordaba, alguien al que se parecía, pero que nunca quiso hacerlo. No quiso ni pronunciar su nombre. Agachó la cabeza y no volvió a mirarse al espejo, pero comenzó a sonreir de nuevo.