«Noble es aquel que cae en el frente de batalla combatiendo heroicamente por su país natal»[1]UHLMAN, Fred. 1998. Reencuentro. Barcelona: Tusquets, p. 100.
¿Y cómo es el que se exilia, el que no va voluntario a la guerra, el que deserta y huye, el que esquiva la mueca demudada de la muerte?, ¿un traidor, un cobarde, un fugitivo? Quizás, desde los grandes púlpitos, todas las arengas vayan en esa dirección, pero no podemos arrebatar al ser humano su instinto de supervivencia. Es más antiguo que cualquier idea, dogma o disparate disfrazado de sensatez y progreso.
Resulta ridículo que dos muchachos adolescentes puedan llegar a distanciarse porque unas tribus arias –los dorios- convirtieran Grecia en la civilización más brillante de la historia o porque, tiempo después, los emperadores germanos entrasen en Italia. Al principio, Hans y Konradin tienen la convicción de que la política es cuestión sólo de adultos; ya tienen ellos sus propios dilemas, como para ocuparse de sus orígenes –tan diferentes- y de sus antepasados –judíos versus aristócratas-. ¿Acaso sabe Hans si su linaje proviene de Kiev, Vilna, Toledo o Valladolid? Konradin, por el contrario, es el conde Von Hohenfels y su familia es una de las más antiguas de Europa. Por eso, Uhlman es sumamente cuidadoso al desarrollar la trama, porque las personas siempre cometemos el error de creer que nada malo puede sucedernos, aunque en Berlín se produzcan choques entre nazis y comunistas, y aparezcan esvásticas en las paredes. Todos continuaremos yendo a los restaurantes y a los cafés, planificando las vacaciones y conversando acerca de las últimas tendencias de moda, porque «era imposible sufrir por un millón de personas»[2]Ibíd., p. 49. Hará calor y frío, los manzanos darán manzanas, los enamorados seguirán buscándose con la mirada.
Hans y Konradin, apodados Cástor y Pólak por sus compañeros de aula, forjan una amistad parecida a la relación entre dos amantes; un ideal romántico repleto de admiración, confianza y abnegación. Su entrega y la magnitud de la misma van más allá del sentimiento de lealtad o comunión, pues los une la pureza de la inexperiencia y el hecho de comprender que «era tan tímido como yo y que necesitaba un amigo con la misma intensidad que yo»[3]Ibíd., p. 37. Su relación no es un medio, sino un fin en sí; un camino a recorrer donde cada tropiezo y descubrimiento suponen un crecimiento continuo. Ni siquiera sus ideas acerca de Dios resquebrajan su ligazón, aunque éstas sean opuestas.
Hans no logra entender cómo el Ser Divino permite atrocidades y castigos crueles, por ello niega su existencia. Konradin, por su parte, no puede dar una explicación racional, pero le basta la fe.
Cástor y Pólux eran hijos de Leda, los gemelos por antonomasia. El judío y el ario, cuya madre patria es Alemania, aunque uno sea un simple mortal y el otro goce de su condición divina. Los mitos están escritos por los hombres y también ellos deciden los destinos y los finales de sus protagonistas. No es muy diferente en la vida real. Alguno empuña una bandera, un panfleto o un arma y todo tiembla bajo los pies. ¿Quiénes ganarán esta vez, las blancas o las negras? El tablero no cambia, sus piezas tampoco. Revisar la Historia debería ser un ejercicio obligado, no para obtener buenas puntuaciones en los exámenes, sino para abominar de aquello que atente contra cualquier derecho humano.
«Y el fin no tardó en llegar»[4]Ibíd., p. 99, reduciendo a escombros ciudades y familias. El conde Von Hohenfels consuela a quien fue su amigo, lamentándose por su partida a América –otra tierra, otra lengua, otras costumbres-, pero insiste en lo acertado y prudente de su decisión. Confía en el buen hacer del nuevo líder de la nación, en que su perspicacia alejará al país del bolchevismo y el materialismo. Admite que no hay lugar para Hans en esa nueva Alemania; al menos, de momento. Uhlman retrata en esta despedida el poder demoledor del adoctrinamiento y sus tretas, arrancando de un zarpazo la complicidad entre dos seres que vivieron por y para el otro. No hay sorbo de champán francés que pueda apaciguar esa amargura, ni brindis que amortigüe la traición del amigo.
Por su parte, Hans sólo puede huir hacia adelante, entretejiendo el caparazón del que no se desprenderá jamás y transformando su vida anterior en un apéndice del que deberá prescindir. Desconfiará de todo el que le cuente que combatió al dictador, verificando su pasado antes de estrecharle la mano; preso de una cautela esquiva, fría y perpetua hacia sus paisanos. Con orgullo, fingirá que ya no comprende su lengua materna e incluso, si la habla, será con acento americano. «Mis heridas no han cicatrizado, y quienes me traen el recuerdo de Alemania no hacen más que frotarlas con sal»[5]Ibíd., p. 116.
El divide et impera sigue siendo una fórmula infalible. Un grupo de hormigas unidas son capaces de mover una montaña entera, grano a grano, sin chocar en el camino de ida y vuelta. Una sola hormiga resulta insignificante, absurda, fácil de aniquilar.
El reencuentro entre estos dos hermanos –no de sangre, pero sí de condición- se produce tras años de distanciamiento y no de forma física, sino a través de una carta. No hay abrazos, ni reproches, tan sólo hechos que sacuden a uno de ellos. ¿Puede subsanarse la traición de alguna manera? ¿Es posible el perdón después de tanto infortunio? ¿Volverán los recuerdos, de repente, como una cascada de aliento y alegría?
Fred Uhlman fundó la Liga Libre para la Cultura para ayudar a los artistas y científicos exiliados de Alemania; también fue recluido en un campo de prisioneros durante seis meses, acusado de espionaje. Escribió esta obra en 1960, cuando se sentía fracasado como pintor.
Título: Reencuentro |
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