Se trata aquí de cosechar algo. De recolectar en el texto. Si uno afirma, con rotundidad, que la literatura es cuestión de lenguaje, no podrá por menos que afirmar también que la recolección tiene que ver con el lenguaje mismo, con el discurso. Una deriva del río lingüístico que atraviesa el texto, el pensamiento y la vida de Thérèse, guiada por su propia voz. Pero es esta una deriva que consiste, me temo, en no lograr asentarse, sino vagar. El viaje de esta תרזה, si tomamos como referencia la etimología hebrea. O, desde Grecia, θεριζω e incluso el latín tharasia, estamos ante la que recolecta, la que caza. Pero si, por supuesto, uno piensa en la diosa Ceres, se trata de la que fecunda la tierra, de la que cambia, modifica esa tierra. Tantos nombres para entender que este viaje de Thérèse, de Teresa, pese a todo, no consiste en llegar, ni siquiera tanto en su deriva ya, sino en la venida de quien va a modificarlo todo. De quien abandona, al menos, la orilla. Esto habrá que explicarlo mejor.
Empecemos por otro nombre, porque los nombres, cuando se trata de lenguaje, nos importan. François Mauriac, por ejemplo, que ha gozado en nuestro país de un relativo olvido, lo que tampoco debería sorprendernos. Las razones podrían ser de variado pelaje: que no se le perciba como moderno (la tan discutible etiqueta de novelista tradicional obra en demérito suyo), la dimensión cristiana de su obra –en una tierra como la española, donde, por mero desconocimiento, lo cristiano se confunde, de despachados modo y manera, con un mensaje didáctico o moralizante- y que, desde luego, se haya etiquetado a Mauriac como ideológicamente conservador por quienes han olvidado el espíritu de rebelión que anima gran parte de su obra, su implicación en la Resistencia contra la dictadura de Vichy y el propio sentido crítico que recorre su pensamiento. Pienso, no obstante, que la cuidadísima reedición de Thérèse Desqueyroux (1927), por parte de la editorial Trotalibros, tiene que ver con un esfuerzo por rehabilitar una obra relegada, de forma bien injusta, a este segundo plano del que hablaba.
Bastaría una relectura simple, sin ánimos de pedagogía, para observar que la de Mauriac es una de las obras más personales del siglo XX, siendo cuestiones primordiales el problema del mal, la observación de las pasiones, la fascinación por la sensualidad («tanto más retenida», como nos ha recordado Ana González Salvador, «cuanto que suele manifestarse en personajes cuya historia se desarrolla principalmente en el contexto burgués, hipócrita y provinciano de las Landas»[1]GONZÁLEZ SALVADOR, Ana. 2009. «La narración del siglo XX», en DEL PRADO BIEDMA, Javier (Ed.). Historia de la literatura francesa. Madrid: Cátedra, p. 1137) o la situación de aquellos que no pueden ser amados. ¿Es, pues, indigno Mauriac, con todo esto, del interés de las grandes mentes? ¿O, por el contrario, habrá que pensarlo, como hace Fumaroli en su discurso inaugural en el Collège de France, a principios de los noventa, en relación a su carácter siempre decisivo y férvido como novelista? La energía imaginaria de las pasiones en su obra da testimonio, así lo pienso, de una vitalidad intelectual que no ha decaído. El que otrora se tuvo por confinado en los límites regionales, o incluso regionalistas, de la provincia bordelesa, tiene hoy una amplia repercusión, desde Estados Unidos a Israel, desde China hasta África. Esperemos, como digo, que la labor de Trotalibros sirva también para devolverlo a nuestro país.
No deberíamos ir muy lejos, de todas formas, en el análisis del autor de Thérèse Desqueyroux, para ver que la cuestión del mal, por ejemplo, si lo leemos desde una postura comparatista, conduce a fructíferos paralelismos con otros escritores franceses del siglo, como Proust, Gide, Bernanos, Malraux o el mismísimo Camus. La dificultad de amar y ser amado une a ciertos personajes, como la propia Thérèse, con los héroes de Paul Claudel y Julien Green. Al observar las pasiones, podemos establecer conexiones inesperadas entre Mauriac y algunos de sus grandes predecesores como Dostoievski e incluso Faulkner. ¿Seguimos, pues, manteniendo, la reducción de Mauriac a la condición de novelista tradicional? Sin duda, eso sería ignorar no ya al novelista, sino también al hombre de la producción teatral, al poeta y ensayista que ha versado sobre Jean Racine, Charles de Gaulle o dejado, para la posteridad, sus monumentales diarios (las inolvidables Bloc-notes), más de dos mil páginas que nos ayudan a comprender no sólo la historia de Francia, sino la de nuestro propio mundo europeo. Y reducir a Mauriac a la condición de novelista tradicional sería, por último pero no menos importante, ignorar la diversidad de sus técnicas novelísticas, que no creo en absoluto involuntarias.
Mauriac, ¿indigno de una lectura moderna? Tómese la postura crítica que se quiera, pero ni desde el ámbito temático, el psicoanálisis, la filosofía, la teología, la lingüística, el pensamiento feminista o la narratología se puede demostrar que la obra de François Mauriac no se preste a la perfección a todas las categorías de análisis desarrolladas en las últimas décadas. Más bien al contrario, pienso que el carácter inagotable de una obra como la suya hace que tengamos que permanecer todavía en venida, en llegada, porque quizás creíamos haberlo terminado todo demasiado pronto. De todas formas, y pese a lo que pueda parecer, no es mi intención aquí resumir el argumento de la novela, sino resumarlo, si se me permite el término. Esto es, no sólo volver a ascender el libro, sino regresar –porque se trata, como decía al inicio, de una venida- a lo que creo más sustancial de ella. Thérèse Desqueyroux cuestiona el discurso en todas sus formas y desde todos los ángulos: la retórica burguesa se devalúa, se presta al sarcasmo y a la ironía, al mostrarse rígida e hipócrita. La retrospección tropieza con nuestra incapacidad para identificar el origen de nuestros actos, nuestro propósito y el significado real de nuestras palabras.
La trama sienta las bases para el previsible giro nostálgico de la heroína, su frenético deseo de volver a los orígenes –estamos en camino, recordémoslo- porque es ahí donde debe residir el sentido. Pero el mundo sólo tiene el sentido que le damos. ¿Es esta, pues, una novela de paradojas? No olvidemos que Mauriac se interroga a sí mismo y se desgarra, incluso cuando su novela traiciona sus propias vacilaciones, sus fantasías de liberación y su rápida premonición de la vanidad de cualquier esfuerzo por deshacerse de ataduras demasiado queridas. Mauriac se libera durante un tiempo de sus impulsos, pero no ha concedido a su heroína, como Proust a su narrador, el poder de transcribir sus impresiones; a lo sumo, habrá soñado con poner por escrito el confuso mundo de sus sentimientos no reconocidos. La novela cuestiona la relación del escritor con la escritura y su excesiva preocupación por el yo, que no le resulta especialmente odioso. No ya sólo el problema del Bien y del Mal, eterno en Mauriac, sino las vidas humanas que se debaten entre un deseo de purificación y una tentación de libertinaje[2]ROUSSEAUX, André. 1961. Panorama de la literatura del siglo XX. Madrid: Guadarrama, pp. 266-268.
Thérèse, que acaba de salir del juzgado, absuelta de intentar envenenar a su marido, Bernard, se da cuenta de repente de que tendrá que convivir con ese hombre. Al regresar a Argelouse, se encuentra sola al tratar de aclarar sus motivos consigo misma, pues sabemos que no han sido aclarados por el interrogatorio. Al saber que tiene que enfrentarse de nuevo a Bernard, intenta enmendarse, confesándose con ella misma. Se remontará a su infancia y a su amistad con Anne, hermanastra de Bernard. No tardamos en averiguar que, desde el día de su boda, Thérèse ha sido traicionada por la propia Anne, que se comporta del modo más pueril posible, y por Bernard, que le impone su repulsiva actitud: «había entrado como una sonámbula en la jaula y, cuando la pesada puerta se cerró de golpe, la desdichada criatura se despertó de repente»[3]MAURIAC, François. 1970. «Thérèse Desqueyroux», en Les chefs-d’oeuvre de François Mauriac III. Paris: Grasset, p. 42 (todas las referencias a esta edición se consignarán, en adelante, entre paréntesis).. Durante su luna de miel, Anne, que cree saber lo que es la pasión, le pide ayuda, pues su familia intenta separarla de Jean Azévédo, un judío que su antisemita familia rechaza, y al que la misma Thérèse conoce, en pleno verano, a la par que descubre que está embarazada y rechaza su propia maternidad. Mientras tanto, preocupado por su salud, un médico receta a Bernard una serie de medicamentos compuestos a base de arsénico (algo habitual, por otro lado, a principios del siglo XX, como estimulante del apetito y que se utilizó en el caso Canaby, del que Mauriac se sirvió, como uno de los puntos de partida de su novela[4]LACOUTURE, Jean. 1969. François Mauriac. Paris: Robert Laffont, pp. 501-502). En medio de estas circunstancias, nace la pequeña Marie y se declara un incendio en el páramo. Bernard, sin saberlo, duplica la dosis de arsénico recomendada y enferma. Thérèse contribuirá a la propia aplicación del veneno, por más que no comprenda todavía que su infame y despótico marido ha maquinado planes funestos: Marie le será arrebatada y Thérèse condenada a la soledad –en esa casa enorme que uno imagina, de inmediato, como una especie de Wuthering Heights-, por todos abandonada salvo por su anciana tía Clara. Resiste, a diferencia de Emma Bovary, las ansias suicidas, aunque se entrega a su propia autodestrucción. Y, cuando al fin parece que Thérèse recupera el gusto por la vida en Argelouse y vuelve a encontrarse con Bernard en la terraza de un café parisino, sabemos que no podrá explicarle sus actos, pues él se distancia otra vez de ella y la deja en su soledad, perdida, mezclada con la multitud. Su salida del café se equiparará a una zambullida en el mar, en oleadas de individuos desconocidos entre los que Thérèse debe determinar su propia identidad: «La marea humana, aquella masa viva que iba a abrirse bajo ella, arrollarla, empujarla» (140).
¡Extraordinario! Como la Thérèse Raquin de Zola, otra mujer sabia, condenada a vivir los desmanes de una sociedad masculina, este personaje grandioso escapa a cualquier definición precisa y, gracias a su conciencia, Mauriac aprovecha para reconsiderar a la humanidad entera[5]ROUSSEAUX, Panorama…, Op. Cit., p. 269. La literatura, decía al principio, es una cuestión de lenguaje, y Mauriac desafía todas las limitaciones formales. Sabemos que la novela realista se basaba en la creencia en el principio de realidad: dado que la realidad existe, el novelista puede intentar traducir parte de ella o incluso expresar la ambición de sugerirla en su totalidad. Por ejemplo, Balzac, que forjó su técnica de manera que el argumento resultase siempre verosímil. Sin embargo, y de forma cada vez más explícita, el meollo del drama realista denunciará las insuficiencias de la sociedad, basándose en un conflicto entre el individuo y el mundo. Así pues, lejos de poseer la homogeneidad que algunos críticos quisieran atribuirle, el siglo XIX aparece como un periodo crucial en la historia de la novela, que prepara el terreno para una ulterior inversión crítica. La novela realista contiene en sí misma los elementos que harán añicos su aparente estabilidad. Es difícil imaginar cómo generaciones imbuidas de las exigencias del Romanticismo, de la aspiración al ideal y del culto al individuo pudieron creer que la finalidad del arte podía reducirse a imitar la realidad o a someterse a los imperativos morales burgueses.
Flaubert, que escoge, no por nada, otro de los personajes femeninos más extraordinarios de la literatura, inaugura la era de la sospecha, afirmando que la realidad era odiosa, mediocre y burguesa. Denuncia el abuso de las técnicas balzacianas y su devaluación en estereotipos. En adelante, el principio de realidad se hace añicos: al final de un aprendizaje paradójico, la heroína, devuelta a su subjetividad, comprende que no hay nada que aprender de una sociedad vacía. Más tarde, los novelistas anglosajones rompen la linealidad cronológica de la narración (caso, por ejemplo, de James) y sistematizan el uso del monólogo interior (Joyce, Woolf). A fin de cuentas, ya en los albores del siglo XX, Valéry, Gide o Barrès, por citar sólo algunos, se habían burlado de las convenciones de la novela. Mauriac forma parte de ese momento crucial en que la subjetividad del novelista queda terminantemente denunciada y el principio de realidad derrocado. Si Dostoievski, en el siglo anterior, ha captado ya el drama de las conciencias que se enfrentan al infierno de sus tentaciones, a principios del XX, con Proust, la novela pasa a estar al servicio de una subjetividad que definía su identidad en la búsqueda personal de sus propias metamorfosis.
El siglo XX pone en tela de juicio la capacidad del lenguaje para traducir la realidad y todo eso antes de conocer los horrores que traerá la Segunda Guerra Mundial, con el mundo regado de esas toneladas de cadáveres que surgen de una sociedad tan enferma como la que tutela los infames totalitarismos nazi (con la Shoah por bandera) y comunista (el infierno del Gulag). Entonces, incluso desde las atrocidades de la Gran Guerra, ¿qué literatura de ficción es posible? Digamos, de una vez por todas, que la novela, producto puro de la cultura burguesa, ya no puede pretender ofrecer una visión auténtica de una sociedad sometida al tamiz de la moral. Olvidemos la imagen de Mauriac como la de un moralista. Lo que prima en su obra es esa visión sobre las intermitencias del corazón, como diría Proust, y las fluctuaciones de su propio yo. La palabra novela, lejos de desaparecer entre los inevitables cadáveres de su siglo, recupera parte del sentido original: designa una ficción y su objeto es la exploración de la pura subjetividad. No hay aquí una defensa, como hacen los surrealistas, del delirio imaginario, sino una búsqueda del tono adecuado para transmitir una relación personal con la realidad de su tiempo.
El novelista es la mano de Dios, como parece atestiguar él mismo. Compite con el Altísimo creando personajes cuyos destinos contrastados entreteje. Les confiere la inmortalidad de las criaturas que viven en la literatura y son recordadas de generación en generación. De este modo, la novela sólo puede sobrevivir a su tiempo y convertirse en una obra maestra si trasciende las circunstancias que le dieron origen y evoca, además, la condición humana. Para Mauriac, la trama de una novela se basa en el conflicto: el drama interior del individuo en el que chocan la carne y el espíritu; el drama de la pareja y del individuo, también, frente a las inclemencias de la comunidad, de la estéril colectividad. En otras palabras, para escribir una novela hay que cumplir una condición esencial: oponerse a una ley moral que uno ya ha hecho suya. Mauriac observa que sus jóvenes contemporáneos se han liberado de todo sistema restrictivo. Que, sobre todo, han vulgarizado la noción de pecado, puesto que ya no tienen la de la prohibición sexual, perdiendo así toda esperanza de entablar cualquier tipo de conflicto psicológico.
Cómo mantener que pueda ser fértil, para un novelista, una época en la que todo lo que tiene que ver con la carne ha perdido importancia. ¿Qué se podría hacer para llenar este vacío esencial? Describir, cree él, la sociedad de la época o evocar las peregrinaciones de los nuevos aventureros; mutilar la novela, despojarla de todos sus arcaísmos psicologistas. A menos que, siguiendo los pasos de Rousseau, nos embarcásemos en un examen de conciencia. Mauriac cambia la relación entre ficción y realidad, introduciendo la dimensión metafísica en la novela y mostrando que la realidad humana imita la verdad divina. Mauriac quiere sustituir el principio de realidad por una referencia a la trascendencia, a la Verdad que no es de este mundo sino que está en Dios. Debemos redescubrir nuestra identidad perdida en un mundo sin fe. Los ecos de Pascal[6]SCOTT, Malcolm. 1989. The struggle for the Soul of the French Novel. Washington, D.C.: The Catholic University of America Press, p. 184 y también los de Racine, pues de ambos era Mauriac gran lector, introducen la historia en un universo trágico: el humano vive y padece un mundo devaluado, un mundo de imágenes, y ha perdido sus valores al ignorar la lucha entre la carne y el espíritu, al satisfacer sus deseos sin luchar.
Para Mauriac, las vicisitudes de la vida deforman el rostro del niño puro que un día fuimos, y debemos volver al dominio de la Ley para llegar a ser nosotros mismos. Las novelas de Mauriac evocan el drama del pecador, a quien le gustaría ejemplificar como esa condición del hombre sin Dios. La novela tendría así una finalidad apologética indirecta, mostrando la desesperación de las almas agnósticas y torturadas. Cumpliría una función catártica. Mauriac sabe, como Pascal, que Dios está oculto y el hombre debe buscarlo en un mundo de imágenes donde reina la entelequia. No niego que a Mauriac le gustaría, sin embargo, ver renacer a un Balzac en pleno siglo XX, capaz de poner en palabras los dramas de la burguesía moderna, pero, para él, la novela moderna debe dar prioridad al análisis psicológico sobre el testimonio sociológico. Mauriac se puso del lado, a la sombra incluso, de Proust. Thérèse deviene, a la vez, heroína y víctima de la palabra: de nada sirve decirlo si la palabra ha perdido, hoy, su referencia primitiva, su fundamento en Dios. De este modo, la tradición clásica y los experimentos modernos se unen para significar la tragedia de nuestro tiempo: la crisis de los valores morales.
De todas formas, aun cuando, erróneamente, se pueda inferir así de mis palabras, Thérèse, pese a su nombre, no adquirirá, al final del libro, tintes de santa. Me atrevería a decir que, incluso y en este caso, por fortuna para ella. Digamos que, si por un lado los santos acaban muriendo por los demás, los pecadores acaban, por el suyo, salvándose. No se entiende la novelística de Mauriac sin el tema del pecado. Por eso Martin Du Gard dijo de las novelas de Mauriac que «no existe obra de un incrédulo o de un ateo en la que se exalte más el pecado»[7]MARTIN DU GARD, Roger. «Avant propos», en HERPE, Noël et al. 1990. Mauriac et les grands esprits de son temps. Paris: Bibliothèque de la Ville de Paris, p. XIX. En realidad, diría yo, no es tanto el pecado lo que se exalta, sino la salvación que le sigue. La mayoría de los héroes del muy católico Mauriac son pecadores, incluso no creyentes, que de alguna forma acaban encontrando el camino de vuelta a Dios. El personaje más emblemático en este sentido es Thérèse, recurrente en tres novelas más (Thérèse en casa del doctor, Thérèse en el hotel y El fin de la noche), que, a lo largo del libro, prepara explicaciones para su marido, al que, como parece, ha intentado envenenar. Pero todo resulta en vano porque él le impide pronunciar una sola palabra, privándola de toda posibilidad de ser perdonada. En la última novela donde aparece el personaje, El fin de la noche, Thérèse parece haber perdido toda voluntad de expresar sus sentimientos y de explicar a nadie las razones de su crimen. No parece haber salvación en un mundo de hombres, así que la única salvación que le queda es la religión. La heroína de Mauriac se dirige a Dios en su hora de tribulaciones y le lanza el siguiente desafío: «Si Él existe, ese Ser (y ella vuelve a ver, durante un breve instante, en el abrumador Corpus Christi, al hombre solitario aplastado bajo una capa dorada, lo que llevaba en las manos, y esos labios que se movían, y ese aire de dolor), que aparte la mano criminal antes de que sea demasiado tarde» (110).
Aunque su fe no es muy fuerte, parece angustiada por la idea de la muerte y aterrorizada por la nada eterna a la que la condenaría su alma pecadora. En ambas novelas, piensa varias veces en darse muerte, pero nunca lo hace por miedo a no recibir la gracia de Dios. Entre ella y Dios, parece reconocer sus faltas y mantiene la esperanza en la misericordia divina. Aquí comienza el camino de Mauriac hacia la salvación. Si todo ser humano es pecador, el mejor es el que, como Thérèse, está angustiado y obsesionado por el deseo de cambiar, mientras que el que está satisfecho de sí mismo presta poca atención a su salvación. Quien permanece en la comodidad del pecado no recibirá la gracia, lo que dista mucho de ser el caso de esta heroína singular. Al final, no sabemos si se ha salvado o no, pero sí que libra una batalla interior contra sí misma y todas sus malas tendencias. Cecil Jenkins nos ha avisado ya de que Thérése Desqueyroux es «una novela colmada de un catolicismo profundo y escrutador, con una visión desafiante y finalmente triunfante de un mundo en el que han entrado, hasta la médula, Dios y la gracia»[8]JENKINS, Cecil. 1965. Mauriac. New York: Barnes and Noble, p. 75. No sólo los pecadores, sino incluso los condenados, acaban en gracia, para Mauriac, después de encontrar a Dios, como Mirbel, el seductor de El cordero[9]Vid., MAURIAC, François. 1950. «L’Agneau», en Œuvres complètes XII. Paris: Fayard, pp. 175-318, que acaba convirtiéndose gracias a Xavier, un seminarista con aspecto y nombre de santo; Louis, el viejo abogado anticlerical apasionado por el dinero y el poder, que se convierte justo antes de morir al final de Nudo de víboras[10]Vid., MAURIAC, François. 1970. «Le Nœud de Vipères», en Les chefs-d’oeuvre de François Mauriac IV. Paris: Grasset, pp. 159-366, Gradères, el protagonista de Los ángeles negros[11]Vid., MAURIAC, François. 1970. «Los Ángeles negros», en Obras completas I. Barcelona: Plaza & Janés, pp. 1057-1219, y otros tantos que pretenden, como Thérèse, «un retorno al país secreto […], toda una vida de meditación, de perfección, en el silencio [de la] aventura interior, la búsqueda de Dios» (134).
A diferencia de Sartre, por ejemplo, el compromiso de Mauriac no está impulsado por un progresismo socialista, sino por la fe y las exigencias morales que la primera impone a los cristianos. Todas las actividades de Mauriac, puede decirse, incluida las literarias, se llevan a cabo en nombre de Dios. Con veinte años, escribe a su amigo Lacase que su corazón acaba de acercarse a Dios, aunque su razón sigue siendo rebelde[12]BARRÉ, Jean-Luc. 2009. François Mauriac. Biographie intime: 1885-1940. Paris: Fayard, p. 118. Y dos décadas más tarde, a Blanche, que nada le evitará llevarlo todo de vuelta a Dios[13]MAURIAC, François. 2012. Correspondance intime. Ed. Claire Mauriac. Paris: Robert Laffont, p. 200, incluso a pesar de sí mismo, repite después[14]Ibíd., p. 485. De cualquier modo, no pretendo con estas palabras que apenas sí cosechan, cazan lo leído, más que un modesto objetivo, que es conducir al lector a la novela de Mauriac, ahora que podemos gozar en una reedición tan exquisita como la de Trotalibros. Ojalá su valor se vea magnificado por ella y el análisis general de este texto sobresaliente permita contribuir a descifrar, una vez más, los novedosos mecanismos de alienación retórica en Thérèse Desqueyroux, conscientes o inconscientes, así como los escollos de la expresión y los límites del lenguaje. Eso, como mínimo, en todo caso.
Título: Thérèse Desqueyroux |
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Referencias
↑1 | GONZÁLEZ SALVADOR, Ana. 2009. «La narración del siglo XX», en DEL PRADO BIEDMA, Javier (Ed.). Historia de la literatura francesa. Madrid: Cátedra, p. 1137 |
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↑2 | ROUSSEAUX, André. 1961. Panorama de la literatura del siglo XX. Madrid: Guadarrama, pp. 266-268 |
↑3 | MAURIAC, François. 1970. «Thérèse Desqueyroux», en Les chefs-d’oeuvre de François Mauriac III. Paris: Grasset, p. 42 (todas las referencias a esta edición se consignarán, en adelante, entre paréntesis). |
↑4 | LACOUTURE, Jean. 1969. François Mauriac. Paris: Robert Laffont, pp. 501-502 |
↑5 | ROUSSEAUX, Panorama…, Op. Cit., p. 269 |
↑6 | SCOTT, Malcolm. 1989. The struggle for the Soul of the French Novel. Washington, D.C.: The Catholic University of America Press, p. 184 |
↑7 | MARTIN DU GARD, Roger. «Avant propos», en HERPE, Noël et al. 1990. Mauriac et les grands esprits de son temps. Paris: Bibliothèque de la Ville de Paris, p. XIX |
↑8 | JENKINS, Cecil. 1965. Mauriac. New York: Barnes and Noble, p. 75 |
↑9 | Vid., MAURIAC, François. 1950. «L’Agneau», en Œuvres complètes XII. Paris: Fayard, pp. 175-318 |
↑10 | Vid., MAURIAC, François. 1970. «Le Nœud de Vipères», en Les chefs-d’oeuvre de François Mauriac IV. Paris: Grasset, pp. 159-366 |
↑11 | Vid., MAURIAC, François. 1970. «Los Ángeles negros», en Obras completas I. Barcelona: Plaza & Janés, pp. 1057-1219 |
↑12 | BARRÉ, Jean-Luc. 2009. François Mauriac. Biographie intime: 1885-1940. Paris: Fayard, p. 118 |
↑13 | MAURIAC, François. 2012. Correspondance intime. Ed. Claire Mauriac. Paris: Robert Laffont, p. 200 |
↑14 | Ibíd., p. 485 |