Está bien. Convengamos que la pregunta parece muy clara. Pero no quisiera empezar por aquí, sino por otra confesión. Sí, esto es algo meditado y no puedo hacerlo de otra forma: confieso que no voy a empezar por el libro del que quiero hablar, que es, a su vez y entre otras cosas, una confesión de confesiones, una especie de psicoanálisis o incluso, si se me permite el uso del término, una hermenéutica del yo. Por el momento, quedémonos donde estamos: au lieu de soi, en el lugar de uno mismo, pero también en vez de uno mismo.
Esta es, pues, una pregunta por la localización, es decir, del lugar que ocupa el yo y donde puede encontrarse. En busca de uno mismo, pero como si fuese este el reemplazo de una falsa idea del yo por el verdadero yo. Esta sustitución sólo es concebible si se adopta la perspectiva de la confesión, en el sentido que le da Jean-Luc Marion a San Agustín: «El primer pensamiento no piensa que piensa, y menos aún que se piensa a sí mismo como un yo, sino que piensa en la medida en que confiesa: pensar equivale a hacerlo en el modo más original de confesar […] es otra instancia distancia al yo»[1]MARION, Jean-Luc. 2008. Au lieu de soi. L’approche de saint Augustin. Paris: PUF, p. 31.
O podemos compararla con lo que antes ha escrito Heidegger: «No sólo soy aquel de quien parte la búsqueda y se mueve hacia algún lugar, o en quien sucede la búsqueda, sino que la propia realización de la búsqueda es algo de él mismo. ¿Qué significa yo soy?»[2]HEIDEGGER, Martin. 1995. Phänomenologie des religiösen Lebens (GA 60). Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, p. 192. Al final de su investigación sobre Agustín, Marion da una respuesta unívoca –reclamando para sí mismo «la univocidad del amor que le permite admitir, sin dispersarse, la pluralidad de sus significados y modos»[3]Marion, Au lieu…, Op. Cit., p. 379- a esta pregunta heideggeriana: «Soy, en principio, un devoto, entregado a mí mismo antes de poder recibir incluso mi propio yo. En lugar de recibirme a mí mismo, recibo de otra parte que de mí mismo»[4]Ibíd., p. 387.
Entonces, me pregunto de nuevo, ¿qué quiere confesar Ani Galván, cuyo libro Educación de una cortesana (2022)[5]GALVÁN, Ani. 2022. Educación de una cortesana. Madrid: Torremozas (todas las citas del libro, de ahora en adelante, irán consignadas entre paréntesis) acaba de merecer el último premio Carmen Conde de Poesía? El sentido de esa pregunta sólo se revelará, tal vez, si pensamos en la confesión como algo más que un género literario particular, o un juego de lenguaje que por su complejidad desconcierta. Entendida en su sentido agustiniano, es un lugar singular de pensamiento y autocomprensión, y va de la mano de una cierta prioridad otorgada al verbum cordis, a la palabra del corazón que no se reduce sólo a un simple soliloquio, sino que primero debe ser recibida en el silencio del corazón, antes de poder ser pronunciada en público.
Cuando estamos a pocas páginas de terminar el libro, la propia autora confiesa que va a confesar, dice que va a decir: «prometo escribir / una historia sencilla» (50), porque le ha sido cedida la palabra (52). Galván no precede a los dones que ofrece, sino que viene, exactamente como ellos, de una instancia inmemorial, de una llamada sin condición previa. Tal es la confesión antes de la confesión, como si dijese que ha guardado silencio sobre lo que quería decir y ahora sabe que quiere decirlo.
«Mediante la confesión, el yo encuentra su condición y, por tanto, también su lugar»[6]MARION, Au lieu…, Op. Cit., p. 89: esta es la tesis de Marion y me hace pensar en el libro de Galván, que representaría, por volver a citar al filósofo, «la vida que hay en mí, distinta de mí, pero sin la cual yo no sería, ni sería yo»[7]Ibíd., p. 94. Pienso que, al hacer de la memoria el lugar de lo que no tiene lugar, el lugar de todos los pensamientos que (ya) no son del mundo, lo que Galván ofrece es un lugar a la verdad menos accesible a su propio cogito: es decir, ella misma. Si, como señala San Agustín, nos encontramos a nosotros mismos en la memoria, lo hacemos, precisamente, de la manera menos translúcida, es decir, en la medida en que estamos ocultos de nosotros mismos. De este modo, se descubre un nuevo lugar del yo: el de una ocultación interior, una ocultación de sí que ocupa el lugar de la interioridad, una interioridad de la ocultación, o incluso de un secreto del yo.
Pensar, recordar, hacer memoria. Una memoria que se extiende más allá del pasado, que extiende el yo más allá de sí mismo. Una memoria que es guardiana de la mismidad y, al mismo tiempo, ancla el yo en lo inmemorial. Así se descubre un nuevo lugar del yo. Galván podría decir: me convierto para mí en el lugar mismo de mi exilio de mí misma, porque habito un lugar, yo misma, donde no me encuentro, donde no soy yo misma. Exiliada desde dentro, no estoy donde estoy. Este es un libro presente, escrito en un pasado «desde la espesura, donde el lenguaje aún no se desliga» (39).
Me pregunto de nuevo qué quiere confesar Ani Galván, si, como parece, está siguiendo el camino en la escritura cuyo nombre común, poesía confesional, pertenece no sólo a Robert Lowell, en origen, sino también, en justicia, a muchas otras poetas extraordinarias como Anne Sexton, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik, Louise Glück o Marina Tsvietáieva. Como en las cuatro anteriores, el lenguaje de la escritora murciana es, a la vez, privado y público, lírico y retórico. Y en esta confesión, que en ningún momento adquiere tintes de morality, lo que nos importa es la intimidad de la poesía. Lo que hace Galván es reflejar la familiaridad en su poesía y eso lo consigue con una no siempre evidente elección por lo cronológico: si, por su parte, el primer poema lleva por título Una infancia en el gineceo, el libro sólo se detiene, inacabado porque así lo ha querido ella, en un Canto de la primera mujer al primer hombre, prometiendo al lector que es «la mujer erigida del polvo» (65).
No se encontrará en este libro una confesión apremiante, sino la representación de algo que necesita ser dicho, como parte del lenguaje: los deseos y la memoria, las esperanzas humanas. Confesar es, en cierto modo, algo semejante a respirar, pero aquí no se porta máscara alguna, ni se oculta, pienso, el rostro real de la poeta, y esta es una de las razones por las que la poesía de Galván, que yo llamaría confesional sin titubear, resulta tan valiosa. Haciendo aflorar pensamientos lejanos y quizás olvidados, la poesía de Galván revela mucho de sí misma, sus emociones más profundas, sentimientos de amor e incluso la pérdida. La singularidad de su arte reside en encontrar, para todos nosotros, pequeños objetos que desencadenen fuertes sensaciones.
Digo la verdad cuando confieso. ¿Pero qué quiere decir esto? Creo que ha llegado el momento de explicarme: este libro nos envía cartas reales. Sin embargo, en cuanto estamos dentro, de inmediato permanecemos fuera, corriendo detrás de una frase, de una palabra, de una fecha o de un lugar que deambula, peligrosamente, al borde del acantilado del olvido. Solo así pueden releerse las grandes y pequeñas escenas de su teatro íntimo, las anécdotas domésticas y las epifanías poéticas. Lo que nos persigue es una búsqueda que hace demorarse el tiempo pasado, una exploración incruenta, un proustiano apetito devorador de los restos, de los rastros que han conservado el aura del pasado, una recolección del pequeño patrimonio de recuerdos que Galván estudia tan religiosamente como cada línea de su cuerpo: «caderas francas gestualidad de índole / expresionista ya olfateas / la abrumadora esencia del disfraz» (52).
¿Significa esta facticidad del yo que es imposible cualquier forma de autocomprensión? Diría que no necesariamente, pues la posibilidad de pensarse a sí misma, pensando más allá de sí, está siempre en la poética de Galván: «Hoy soy porque una vez / no supe ser sin nadie» (62). ¡Qué libro tan peligroso, poderoso y demoledor pone en nuestras manos esta poeta! Un libro con infinitas caras y aristas (animal como una pantera y, al mismo tiempo, tierno y apasionado como una Julieta), con esa écriture féminine en el sentido que le otorga Cixous en La risa de la Medusa: «En cierto modo la escritura femenina no deja de hacer repercutir el desgarramiento que, para la mujer, es la conquista de la palabra oral […] no habla, lanza al aire su cuerpo tembloroso, se suelta, vuela, toda ella se convierte en su voz, sostiene vitalmente la lógica de su discurso con su propio cuerpo; su carne dice la verdad. Se expone. En realidad, materializa carnalmente lo que piensa, lo expresa con su cuerpo. En cierto modo, inscribe lo que dice […] la mujer arrastra su historia en la historia»[8]CIXOUS, Hélène. 2010. Le rire de la Méduse. Paris: Galilée, pp. 46-47.
Una palabra, la de Galván, que no deja de disfrutar del amor, la muerte del tiempo y las palabras. Esa es la celebración: la palabra-espora que se ha escapado, que germina, crece y se extiende a los cuatro vientos de su último libro, es una palabra que nunca terminará de escribirse. Los poetas lo han cantado desde que existían la tinta y el papel. Antes incluso, los filósofos se han tropezado con él empezando por Platón: el amor, aun hoy, todavía no dicho del todo. Por eso, el corazón del lector se debate entre decir o no decir, hacer o no hacer, saborear o no saborear. Nos vemos obligados a leer, con exaltación, las palabras y las cosas.
Nos gustaría pronunciar los mismos vocablos que presta Galván a su narradora: «ver mi vida a través de tus ojos / quizá sea eso amar» (47). Un libro de nombres, a veces dados tan sólo a cuatro paredes. Nada, excepto el amor. Recuerdo y olvido, siempre dos testigos que quedan de esta escena, un recuerdo frágil y precario que hay que conservar, cuidar, alimentar como a un niño. Sin nombre o con todos ellos: «Un hombre que mira a las mujeres (y una mujer que aparta la vista)» (30). Nombres y nombres que quedan fuera del texto, inmediatamente. Que se llaman tú o bien él. Pero que siempre son más de dos; necesitan que venga un tercer testigo, aunque sea Dios, la voz de voces que escribe o incluso el propio lugar, que guarda para sí el secreto de sus sueños y fantasmas.
Digo la verdad cuando confieso. O su carne dice la verdad. Así pretendía empezar, pues pienso que, como tal confesión autobiográfica, este libro supone una garantía de veracidad en su representación de la vida y de los sentimientos internos de la escritora hacia esa vida. Galván es una poeta con la extraña capacidad de captar lo imposible dentro de la realidad común y narrar poéticamente nuevas posibilidades. La poesía es poética. Lo mundano se convierte en exótico. La forma y el contenido se mezclan en formas que buscan una naturaleza prístina. Algo que nos libere, sin duda, pero también de nosotros mismos.
La poesía vive entre nosotros y ve más allá de nosotros, y por eso quizá Galván no utiliza palabras en las que todos podríamos perdernos.
La realidad puede situarse mejor bajo la dependencia de lo dicho y sus márgenes, imaginada en los lugares que no podemos ver porque no podemos hablarlos. Confesar es el acto mismo de tomar el camino real que se ha hecho crecer a través del tiempo cuando vemos, débilmente, las huellas de los poetas audaces que dejan ambiguos vestigios sobre la tierra. Sin prevenir al lector, a veces Galván cambia la lupa de la introspección por el telescopio de la memoria y el mapa del cuerpo se convierte en un mapamundi. Sabemos que hay aquí lugares reales y presumimos otros territorios imaginarios, ciudades llenas de memoria, habitaciones de juventud, planos de madurez, desiertos interiores, jaulas en libertad.
Tantos lugares silenciosos, guardianes de sus secretos… sea cual y como sea, el amor está en todas partes, en la vida, en el mapa y los territorios, en los poemas, en una «meridiana intriga de consumada sorpresa gris» (17). El amor está en todas partes, entre las líneas de un poema, entre las pieles, entre las palabras dichas y las no dichas, en un gladiolo, un templo haram y hasta en la desnudez que clama desde el mismo Levítico. Esta poética, como el mar, va y viene, pero siempre recomienza. Así de sencillo y oceánico es todo. Un eje circunstancial de olas caprichosas, el infinito bailando el vals del todo a la nada, de lo trivial a lo sublime. Un paso, un salto, un tramo. Y también el pasaje más difícil, que se construye desde la sencillez del lenguaje: «en estos ocultos / esponsales enmudece el mundo» (18).
Este es un texto peligroso, así lo he dicho hace unas líneas. Peligroso, escandalosamente sencillo, infinito en su nácar. Galván escribe sobre el ya y el todavía no siempre ya y su Educación de una cortesana termina por educarnos también a nosotros en un acto de profunda reflexión e intuición. Ella es la poeta y aquí está el mundo. Un mundo que no ahoga nuestras palabras y, por tanto, nuestras interminables posibilidades. Las palabras de la poeta abren la creación, dándonos una especie de nuevo axioma, y al igual que el Evangelio intenta forjar otra vez la creación a través del amor situado en las profundidades de Dios –con una escucha que tiene lugar desde fuera de nuestras hipogeos hacia un mundo poéticamente imaginativo y vivo-, así también la poesía dice palabras de creatividad y nuevas imposibilidades en la tierra que intenta enterrar nuestros sueños y ocultar nuestra mortal contingencia.
¿Amor perfecto? ¿Evangelio? Escuchamos a Cixous y pienso que seguimos dentro de la educación de Galván: «No se puede escapar a los designios ocultos de Dios. Lo ha escrito todo y nosotros no leemos. Somos leídos»[9]CIXOUS, Hélène. 2005. L’amour même: dans la boîte aux lettres. Paris: Galilée, p. 50. El amor es un nómada que vuelve a la lengua y restaura la escritura. Sigue escribiendo amor, el amor le escribe. No crea un mundo nuevo, sino que ve el mundo real, donde los viajes rutinarios a través de nuestras vidas se enfocan con mayor nitidez y los recuerdos se convierten en compañeros de conversación con nuestro futuro.
¿Qué quiere confesar Ani Galván? Ya estamos llegando al final y la respuesta entra, por sí sola, en el territorio de lo secreto. Salvará la pasión de su propio fuego, susurrando la fórmula mágica: a veces no hace falta decir para decir. No esperamos que lo diga, que lo declare. En el mejor de los casos deseamos que lo escriba, que lo reserve para la eternidad. Al menos, aunque no conozcamos la respuesta, habremos aprendido una lección de vida de todo esto. Es cierto, una vez doblado el reverso de la sobrecubierta, el lector se hace cargo: ¿qué ha ocurrido aquí? ¿Qué acaba (de ocurrir) aquí? ¿Qué libro ha tenido lugar? No es una novela y es de sospechar que tampoco una ficción. ¿Acaso es una historia de historias de amor? Quizá estamos, en este bello juego de introspección, en esta evocación calmada, ante esa ratio diligendi que nos ha recordado Kristeva cuando piensa a Santo Tomás: «Releamos simplemente a Tomás para redescubrir que el sujeto pensante es un sujeto que piensa en el otro, y que, como tal, es análogo al sujeto que ama al otro»[10]KRISTEVA, Julia. 1987. Historias de amor. México: Siglo XXI, p. 164.
Es verdad que esto no puede terminar así, pero tampoco puede durar. Ávido, el lector quiere continuar y, durante toda la lectura, sigue esperando el final, la resolución, el desenlace, pero este nunca llega. La del amor y la memoria es una historia que nunca termina; las frases y voces sueltas siguen corriendo antes, después y alrededor del libro. En cierto sentido, es de esperar que los futuros trabajos poéticos de Ani Galván puedan volver sobre sí mismos, que continúen superpoblados de retornos, repeticiones, reiteraciones, estribillos que se suceden demasiado rápido por el texto como para ser aprehendidos. El lector no ve más que fuego y sólo después, quizá demasiado tarde, comprende que ya ha leído, que ya está leído.
Este es, posiblemente, el mayor reto de la lectura. Cambiar de postura, entregarse al libro sin concesiones en lugar de aplicar una retícula analítica que pretenda neutralizar un significado, dominar la comprensión del texto. En otras palabras, a la pregunta de qué quiere confesar Ani Galván habrá que responder, por fin, que no hay respuesta, que la poeta quiere que leamos para nada, igual que Cixous dice que no escribe para nadie: «No creo haber escrito nunca para quien sea. Esto no quiere decir que desprecio al lector; todo lo contrario. Él o ella es libre. Él vendrá o no vendrá. O ella. No sé quién es. Yo sólo sé: hay uno»[11]CIXOUS, Hélène, Mireille Calle-Gruber. 2001. Fotos de raíces. Memoria y escritura. México: Taurus, p. 202. Del mismo modo, cuando Ani Galván escribe, lo hace para el texto. El texto es su primer lector. ¿Por qué entonces, podría preguntarse alguien, seguimos leyéndolo? Porque no se puede ser medio lector suyo. Esa es la fatalidad: es fuego o nada. Una vez más, Galván se ha anticipado a nosotros, nos ha presentido, haciéndole decir a este personaje suyo –ella misma, todas las ellas– lo que sus lectores más fieles querrían decirle: «Reza / trabaja / escribe / ama a Dios y su imagen […] antes de amar a ningún otro» (61). Así escribe, confiesa y habla Galván.
Y aunque esta poética suya no está exenta de ciencia o de prosa, sí se escribe como se habita, poéticamente, en respuesta a un mundo al que no le faltan superficies frías y rígidas. Aunque existe una fuerte conexión entre los escritos confesionales de las mujeres y el feminismo, el libro de Galván es, pienso, más un acto de confesión y una liberación que un acto político de revelación a través de la experiencia personal. El problema de escribir el amor es que, tarde o temprano, deviene traba o inconveniente, pues se trata siempre de escribirnos a nosotros mismos y, por eso, acaba por transformar el conocimiento privado en una verdad pública para cualquier lector. Quisiera explicarme un poco más. Si, por un lado, está claro que la feminidad se distingue en la primacía de la voz, no es menos cierto que yo sólo he tratado de acercarme a Ani Galván como creo que ella misma habría pedido que un lector se le acercara: como poeta.
Una poeta cuya poesía es, a menudo, una suerte de imagen caleidoscópica que gira y no puede diseccionarse en polvorientas aulas. Hay que admirarla mientras explota por dentro. Ani Galván lo ha propiciado: este es el libro de una mujer, escrito sin perífrasis ni artificio. Así confiesa. Y pienso que Luce Irigaray nos lo ha dicho antes: «Escribir nos permite hacer que se escuche nuestro pensamiento, poniéndolo a disposición de aquellos o aquellas que hoy o mañana puedan escucharlo. Tal necesidad se comprende mejor para ciertas parcelas del sentido […] Yo soy mujer. Escribo con la que soy […] ¿Cómo podría yo ser mujer por una parte y por otra escribir?»[12]IRIGARAY, Luce. 1992. Yo, tú, nosotras. Madrid: Cátedra, pp. 50-51.
La mayoría de los poemas de Galván intentan algo que no se acerca a la mayoría de sus contemporáneos, quizá porque su determinación de no aceptar el alivio de ningún dogma prefabricado es admirable. Ni victimización ni heroísmo, sólo confesión, incluso homenaje hacia quienes poblaron su existencia. La imagen privada como una forma de catarsis, una carga que debe ser liberada y que tiene el deber de transmitir temas universales profundos. Bien sea el amor en todas sus facetas y formas: «a ti / no te digo: / te amaré hasta mi muerte […] te digo mejor: […] te amaré tanto / que seré yo / quien pose la cuchara en tus labios / y en el temblor / encuentre alimento» (36).
O quizá el despertar hacia la sexualidad: «me acerqué a los desconocidos / consentí todas sus ofrendas» (13), el cuerpo como lo ajeno que debe colonizarse: «la noche anterior al tatuaje / me desnudo frente al espejo / y ya nada en mí […] / todos mis lugares vírgenes eran peligrosos / no pude recuperarlos sino así: marcar es poseer / en todas las mitologías / la férrea voz de esta tinta proclama mío mío mío» (27-28) o, en fin, la herida toda, incluso la que se autoinflige (25). Puede relacionarse este libro con la vida, los sentimientos o los miedos y, por eso, sus inconfesables cualidades hacen que sus poemas, con cada relectura, puedan perdurar.
Sus poemas siguen siendo relevantes porque exploran los grandes temas y también ciertos infiernos personales: todas las cosas, en fin, de las que se compone la vida, límites, cabos y puntas de la experiencia que resultan tan fascinantes como estimulantes. Esta obra, con su ritmo ágil y salmódico, sonará siempre contemporánea y, aunque tal vez sea imposible separar el poema de lo que imaginamos que es la mujer, pienso que es mucho más trascendental considerar esta escritura por su exploración veraz de la vulnerabilidad íntima en un mundo como el que ha vivido. Es el poema el que debe tener prioridad, máxime cuando nos abre una ventana transparente a su experiencia. Galván hace espectáculos verbales de la experiencia, transformándola en algo que es, a la vez, rico y extraño.
Tengo que terminar. Ya sé que esperaban una respuesta. Pues bien, es evidente que no la tendrán. O no todavía. No puedo decirles qué quiere confesar exactamente Ani Galván, pero sí ofrecerles la única razón por la que se me ocurre que deben leerla, es decir, en buena ley de lectura: su extraordinario lenguaje. Quizá sea esta la única. Y todo lo demás una simple, pura casualidad.
Título: Educación de una cortesana |
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Referencias
↑1 | MARION, Jean-Luc. 2008. Au lieu de soi. L’approche de saint Augustin. Paris: PUF, p. 31 |
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↑2 | HEIDEGGER, Martin. 1995. Phänomenologie des religiösen Lebens (GA 60). Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, p. 192 |
↑3 | Marion, Au lieu…, Op. Cit., p. 379 |
↑4 | Ibíd., p. 387 |
↑5 | GALVÁN, Ani. 2022. Educación de una cortesana. Madrid: Torremozas (todas las citas del libro, de ahora en adelante, irán consignadas entre paréntesis) |
↑6 | MARION, Au lieu…, Op. Cit., p. 89 |
↑7 | Ibíd., p. 94 |
↑8 | CIXOUS, Hélène. 2010. Le rire de la Méduse. Paris: Galilée, pp. 46-47 |
↑9 | CIXOUS, Hélène. 2005. L’amour même: dans la boîte aux lettres. Paris: Galilée, p. 50 |
↑10 | KRISTEVA, Julia. 1987. Historias de amor. México: Siglo XXI, p. 164 |
↑11 | CIXOUS, Hélène, Mireille Calle-Gruber. 2001. Fotos de raíces. Memoria y escritura. México: Taurus, p. 202 |
↑12 | IRIGARAY, Luce. 1992. Yo, tú, nosotras. Madrid: Cátedra, pp. 50-51 |