El crujir de la madera junto al eco de sus pisadas sobre las tablas del escenario era lo único que se podía escuchar en aquella sala. Eso, y su voz temblorosa, casi apagada. Un mar de asientos vacíos le rodeaba eclipsado bajo la sombra que provocaba el haz de luz que le encañonaba desde el techo. Cada noche dejaban ese foco encendido, y cada noche aparcaba los cubos junto a la escalinata, subía y declamaba las estrofas de obras que había leído y que aún se empeñaban en perdurar en su memoria.
Al acabar, espoleado por un sueño que le había acompañado desde pequeño, el de interpretar, soñaba con una ovación cerrada; pero cuando el silencio le golpeaba, aquel pobre diablo acababa estrangulado por la pena; y lloraba. Nada extraordinario: sólo un par de lágrimas; a veces más. Cosas de viejos –pensaba –. Se olvidaba, se recomponía, pasaba su escoba, luego la fregona, y hasta mañana. Un día menos para jubilarse, murmuraba.
Cuando murió, –de tristeza natural, según dijeron los médicos –, el dueño del teatro, clausurado hacía años merced su derrota contra los nuevos tiempos, dejó de contratar el servicio de limpieza. Esa misma noche se sentó por última vez en la butaca desde la que, escondido y callado para no asustarlo, había disfrutado de todos y cada uno de los clásicos que el hombre recitó. Pasado un rato, se levantó y aplaudió con rabia contra el proscenio vacío hasta que le dolieron las manos.
Antes de echar por última vez la llave colgó un cartel en la puerta: “Ahora sí: Cerrado”.