Asomado a la ventana observa la gente pasar, y no puede evitar recordar la primera vez que tuvo un fusil en sus manos. Fue tiempo atrás, en la interminable cola del alistamiento forzoso, dónde creyó que un padre viejo, una mujer y dos criaturas le valdrían por descargo.
Suplicó en vano. El partisano que dejó caer el rifle en sus manos lo despachó apresurado. Eso sí, antes le miró a los ojos y le espetó que se comiera el miedo, que si tenía que dispararlo era por ellos. Después llegaron el barro, los días largos y las noches atrincherados; el dolor, las lágrimas y el pánico. El resto, por suerte, era historia.
De vuelta a la realidad, delante de un cristal medio empañado de vaho, se pregunta dónde irá aquella gente, por qué no se quedan en sus casas, qué será lo que les empuja a seguir deambulando. A él le pidieron que fuera a una guerra; a ellos, se lamenta, no les han pedido tanto.