Estaba empezando a olvidar el nombre de las cosas, y no solo eso, la realidad había decidido retorcerse hasta tal extremo que cuando eso ocurría aquellos objetos desaparecían para siempre en una deflagración muda; se sublimaban. Su mundo se fue quedando vacío a golpe de explosiones contenidas mientras intentaba recordar, por ejemplo, cómo se llamaba el bar en el que solía desayunar, la marca de su lavadora o el equipo que ganó el último mundial. Días después, paseando por las desangeladas calles de su ciudad, se detuvo frente a una tienda y se esforzó por exhumar del olvido quién era aquel tipo del escaparate con ojeras y barba de tres semanas que le miraba tan fijamente. Momentos antes de volatilizarse cayó en la cuenta, pero ya era demasiado tarde.