A Ramiro la desidia no le dejaba vivir. Mientras su madre aún gobernaba la casa con mano práctica, al menos comía con regularidad y mantenía una mínima higiene, aunque no lograra conservar ningún trabajo.
Pero cuando ella, cansada de la realidad, se evadió por los laberintos de su mente, fue el fin.
Ramiro no era capaz de alimentarla y asearla, así que una tarde de verano, en un arrebato de lucidez, la mujer se coló por el desagüe de la ducha intentando aliviar su pestilencia. Celebraron el funeral en el río tras calcular que el cuerpo pasaría flotando junto al embarcadero sobre las doce del día siguiente, como así fue.
Él, desaparecida la única brújula de su vida, se abandonó a la placidez de la inmovilidad. Tumbado en la hamaca del porche, apenas se alejaba unos pasos para orinar, recoger frutas caídas y beber un trago de agua del depósito de lluvia. Los vecinos le llevaron vitaminas para mejorar el ánimo, amuletos contra la pereza mortal y aguardiente del que resucita a los muertos. Pero solo consiguieron que le creciera una exuberante barba donde anidaban los petirrojos.
Ni siquiera Don Evaristo logró convencer a aquella maraña de pelo y plumas con su labia pastoral:
―Hijo, Dios no nos creó para vegetar como patatas. Levántate y anda.
―Padre, aún no estoy muerto. Ahórrese los milagros.
Le abandonaron a su suerte.
Años después, el pueblo se enriqueció gracias al célebre Paraje Capilar, paraíso ornitológico único en el mundo, surgido de sus fincas.