Existe un largo adiós / y ocurre todos los días… a cada tanto, en numerosas versiones distintas, escuchamos esa melancólica pieza de jazz. Es evidente que se trata de una despedida, ¿pero a qué? ¿O a quién? Compuesta por John Williams y Johnny Mercer para Un largo adiós (Robert Altman, 1973), la idea de presentar la canción en varios estilos musicales después de su introducción en los créditos –diferentes tipos de jazz, tango, mantra hippie, éxito pop en la radio y hasta música de fondo en un supermercado- puede parecer una de esas brillantes decisiones creativas que pretenden hacer que una película destaque entre la multitud. Existe un largo adiós / y ocurre todos los días… es cierto: tal suerte de romanza se convierte en parte integrante de la comprensión de los temas generales de la obra. La versión original, que escuchamos durante el inicio, establece el tono de la película y por eso tenemos la sensación de estar en un oscuro club de jazz, con el humo de los cigarrillos flotando en el aire y la tragedia de la vida que nos visita a diario y por eso mismo nos hastía. Podríamos pensar, digo, que se trata de una decisión creativa, pero no es, en absoluto, una simple elección de estilo.
La carrera de Robert Altman, su director, se había centrado desde el principio en poner patas arriba la mitología estadounidense más comúnmente aceptada. Su primera película importante, M.A.S.H. (1970), lo hizo con la adulación a los militares, y así continuó durante toda su –sobrevalorada y, en ocasiones, impertinente- obra, en la que destacan, eso sí, Imágenes (1972), Nashville (1975), Kansas City (1996), Conflicto de intereses (1998) y, por supuesto, Un largo adiós, que despunta entre ellas, como un oasis. Altman había decidido, junto a una de las mejores guionistas de Hollywood, Leigh Brackett (El sueño eterno, Río Bravo, Hatari, El Dorado, Río Lobo), darle la vuelta al concepto de detective del cine negro. Más aún, deconstruir, si se me permite utilizar un término tan malbaratado en nuestros días, el personaje de Philip Marlowe, icono cultural creado por el insigne Raymond Chandler y, todavía en la década de los setenta, venerado por el público norteamericano. Quizá eso explique la decepción que la película de Altman supuso en su estreno. Se diría que apreciar Un largo adiós parece depender de lo tradicionalista que sea el lector con la obra de Chandler. Pero existen algunas excepciones, por ejemplo la de quien suscribe estas líneas, pues siempre he considerado a Chandler como uno de los escritores más importantes de América y, sin embargo, siento especial veneración por la película de Altman. Esto habrá que explicarlo, claro.
La cuestión primordial es que Altman y Brackett nunca pretendieron ser demasiado fieles al material original, donde figuraba el célebre investigador privado, cínico y desencantado, una vez más comprometido con la exploración de los sórdidos bajos fondos de Los Ángeles y sus criminales. Digamos enseguida que el detective privado ideado por Chandler no sería más que una suerte de residuo físico que quedaría después de hervir la corrupción imperante. Así, cuando el cine negro se convierte en el género predominante en el Hollywood de los cuarenta, Marlowe no se queda atrás y aparece en cuatro adaptaciones diferentes de las novelas de Chandler. Los cuatro Marlowe fueron interpretados por diferentes actores, lo que continúa una tendencia casi ininterrumpida en las apariciones cinematográficas del personaje, con la excepción de Robert Mitchum. Juntos forman un mosaico de Marlowes mujeriegos, inteligentes y, hasta cierto punto, dominantes. Además de la inmortal personificación de Humphrey Bogart para El sueño eterno (Howard Hawks, 1942) –sin duda, el más emblemático y astuto de todos ellos, de rasgos angulosos y fuertes, y tendencia a manejar con rudeza una situación delicada hasta que está lo suficientemente allanada-, la miscelánea incluye a Dick Powell en Historia de un detective (Edward Dmytryk, 1944) –que aporta un Marlowe joven y de aspecto dulce, con una pátina de cansancio que imbuye al personaje de clarísimas características noir, todavía no habituales en Hollywood-, el extraordinario Robert Montgomery en La dama del lago (Robert Montgomery, 1946) –con su arriesgado uso de la cámara subjetiva, en un intento de imitar la narración en primera persona de las novelas- y George Montgomery –que, con su metro noventa y uno de estatura, capta a la perfección los andares intimidantes del detective- en La ventana siniestra (John Brahm, 1947).
Cuatro extraordinarias películas, distintas entre sí, pero fundamentales para entender el desarrollo cinematográfico del personaje. Marlowe se detiene durante las dos décadas siguientes, con la excepción de una efímera serie protagonizada por Philip Carey, hasta que Paul Bogart lo rescata, en la piel de James Garner, para su Marlowe, detective privado (1969) –consiguiendo un detective rudo y sudoroso, desgreñado y desaliñado, pero con una integridad feroz y un creciente hábito de autodesprecio que termina por marcar una fase de transición antes de la película de Robert Altman-, Robert Mitchum en Adiós muñeca (1975) y, de nuevo, en el polémico remake londinense de El sueño eterno, dirigido por Michael Winner en 1978 –su composición en ambas es extraordinaria y Mitchum interpreta al detective con su somnolienta facilidad, optando por apoyarse en la pereza de un Marlowe menos salaz, que reflexiona sobre su propia edad. Además de una serie protagonizada por Powers Boothe en la turbia década de los ochenta, las últimas salidas del personaje corrieron a manos de Bob Rafelson para la estupenda Poodle Springs (1998), donde un divertido James Caan lideraba la compleja trama de una novela que Chandler no llegó a terminar y, por último, la insignificante y muy decepcionante Marlowe (Neil Jordan, 2023), con un Liam Neeson tan inapropiado que parece estar, junto al resto de los actores, en otra película. El gran hándicap, además de que la Irlanda de Jordan nunca puede pasar por Los Ángeles, residió en las imposturas del libreto de John Banville.
En medio, pues, de todo esto, Elliott Gould, nieto de inmigrantes judíos de Europa Oriental, podría ser la antítesis de un Bogart, siempre vinculado a Marlowe, que además era visto como la personificación misma del detective en el cine. Sin embargo, fue el actor elegido por el iconoclasta Altman. ¿Qué Marlowe, entonces, nos ofrecen Leigh Brackett y él? Nada menos que un personaje anacrónico, fuera del tiempo. Estamos en Los Ángeles de la década de los setenta, justo en medio de las secuelas dejadas por el amor libre y la creciente desilusión cultural. Marlowe no es un detective intransigente, sino un excéntrico que vive sin ataduras, que sabe que tiene que callar ante la policía, pero, en lugar de actuar en silencio, la ataca con sarcasmo. A los seguidores de la obra de Chandler nos sorprende ver a un detective que apenas realiza aquí un trabajo detectivesco tradicional. En lugar de eso, o bien se escabulle, quizá aprendiendo algo esencial, o se enfrenta directamente a las personas implicadas y observa cómo reaccionan. Conduce un coche de época e incluso lleva un buen traje, pero la naturaleza de Los Ángeles de la época, blanqueada por el sol y desteñida por los excesos de su tiempo, le ha dejado al margen del mundo que existe fuera de sí mismo y su gato.
Sus vecinas son un clan de jóvenes en topless que se dedican al cultivo de la verborrea New Age, y él apenas parece reparar en ellas, mucho menos mostrar interés sexual alguno. Este Marlowe siempre murmura algo para sí mismo, alguna observación a medio desarrollar de la que se da por vencido, y una noche recibe la visita de su amigo Terry Lennox (Jim Bouton), que necesita que le lleven hasta la frontera mexicana. Cuando regresa a casa, Marlowe es arrestado por la policía –la mujer de Lennox ha sido hallada muerta- y, una vez liberado tras el interrogatorio, intenta dar sentido a lo sucedido. Por el camino, se encontrará con el caso de Eileen Wade (Nina van Pallandt), una bellísima y adinerada mujer cuyo marido, un famoso escritor alcohólico, trasunto de Hemingway (Sterling Hayden), ha desaparecido. Cuando Marlowe descubre que los casos de Wade y Lennox tienen una conexión inesperada y que, además, podría muy bien ser asesinado por un vengativo jefe del crimen, Marty Augustine (Mark Rydell), antes de que comprenda el asunto en su totalidad, la trama tomará inesperados derroteros.
Un largo adiós se constituye, por derecho propio y en justicia, como una de las mejores películas de la década y una auténtica obra maestra, creada a partir de una estética personal intrincada y hermética. El mismo Altman mantenía que Philip Marlowe se había dormido a principios de los cincuenta –la época de la novela original de Chandler- para despertarse a principios de los setenta, descubriendo que su sentido de la caballerosidad ya no estaba de moda y sólo podía conducir al desastre. En un presente cada vez más sociópata, los Marlowe no tienen razón de ser. Yo diría que Un largo adiós es y no es una película de detectives, sino una evisceración implacable de la obra de Chandler y, por lo mismo, un homenaje muy sentido. Es tan cínica que roza el nihilismo mientras intenta abiertamente averiguar qué valores, si es que hay alguno, siguen teniendo sentido.
Y como vive tanto dentro como fuera del género, consigue alimentarse de ambos mundos. Altman, por supuesto, no lo pone nada fácil. Él y su director de fotografía, Vilmos Zsigmond, hicieron todo lo posible para que la película resultara descarnada. El resultado evita la belleza superficial, que suele ser efímera, para explotar algo mucho más sublime. Y en lugar de sugerir un abismo insalvable, Altman prefiere aplastar ambos mundos en el mismo plano. Lo consigue de forma sorprendente a través del estilo visual, con la inestimable ayuda de Zsigmond, cuyas composiciones –a base de teleobjetivo y el uso constante de un zoom en el que los personajes, que casi deambulan por los hilos de la trama, parecen estar atrapados y tratar, por consiguiente, de escapar del mismo- allanan la perspectiva (tal como demuestra el cambio de enfoque literal y figurado entre una conversación en primer plano entre Marlowe y Eileen Wade, y el suicidio de Roger Wade en el océano Pacífico, visible a través de una ventana del fondo, del que hablaremos de nuevo). El uso que hace Altman de las superficies reflectantes en Un largo adiós rivaliza con la sofisticación de un Douglas Sirk, aunque Altman sea aquí más generoso, pues nos permite mirar y atravesar sus superficies al mismo tiempo. Su cámara fluida y penetrante desenmascara implacable, si cariñosamente, a sus personajes mientras estos intentan mantener sus tambaleantes identidades.
Sumémosle a todo lo anterior el rango de Elliott Gould como actor, que Altman convierte en una ventaja para la película haciendo que su Marlowe suelte continuamente bromas tontas, a menudo improvisadas, y lo que nos queda es un Marlowe engreído pero, en última instancia, perdido. Altman y Gould, que ya habían trabajado juntos por primera vez en M.A.S.H. (1970), crearon a su antihéroe para que deviniese una suerte de Rip Van Marlowe, como le gustaba decir a Altman. Esto es, como si el personaje hubiera dormido durante veinte años y se hubiera despertado en un mundo extraño poblado de humo de marihuana, hippies, fanáticos del yoga y el mundo artificial y en ruinas de un Hollywood cuyos mejores días ya habían pasado. Y no iban a volver. La primera imagen de Marlowe en la película es de él mismo despertándose y, a partir de allí, el personaje parece somnoliento y letárgico durante la mayor parte de la película. Este no es su mundo. Sus valores no le pertenecen. Lo que ocurra no le concierne. A mí me da igual, repetirá constantemente. Es decir, que todo está bien porque ya no le incumbe.
La historia fue adaptada de la novela de Chandler, como se ha dicho, por la guionista Leigh Brackett[1]Su historia con Marlowe, por cierto, se remonta a 1946, cuando colaboró con William Faulkner y Julius Furthman en el guion de El sueño eterno., cuyo guion ofrece diálogos tan frágiles y humorísticos como los de Mankiewicz en Eva al desnudo (1950), gracias a su inventiva, su oído oblicuo y con frecuencia hilarante, humana, real. Altman y Gould no tenían intención de crear una película de cine negro tradicional y retocaron el guion, introduciendo numerosos cambios que alteraban al personaje y lo ponían en conflicto directo con los compromisos del mundo moderno. Cuando se le preguntó sobre su aprobación de estos cambios, Brackett dijo a Gould que estaba de acuerdo con ellos. En cuanto al controvertido final, que es una inversión completa del final del libro original (que no voy a desvelar aquí), a Altman le gustó tanto que atribuye a ese final el mérito de haberle hecho embarcarse en el proyecto, y sólo aceptó dirigir la película si tenía el consentimiento por escrito de que el estudio no le quitaría la película para cambiarla. Final incluido, o quizás por éste, precisamente, Un largo adiós es una película desconcertante. El protagonista de su historia va dando tumbos, buscando respuestas que pueden existir o no. Imaginen ustedes una especie de whodunit en la que nunca descubrimos los detalles de la solución. En ese sentido, estamos tan a oscuras como Marlowe, y Altman no pretende, ni por un instante, explicarlo todo. Esa es una de las cosas que pueden suponer una barrera frustrante para los cinéfilos más tradicionales, ya que Altman está más interesado en la inmersión en el personaje y en permitir que los actores descubran su propia verdad que en desgranar la trama como migas de pan para que el espectador pueda seguirla fácilmente.
En cuanto al reparto, puede decirse que Altman entrega Un largo adiós a sus inspirados intérpretes. Además de Gould, que pocas veces ha estado más relajado o simpático, y cuya esencial inocencia permite al realizador exponer la corrupción; el debut en la pantalla de la baronesa Nina Van Pallandt la revela como una belleza deslumbrante, madura, con encanto y elegancia. Su personaje nos inquieta, pues se la presenta como un personaje cordial, aunque inaccesible. La extravagante interpretación de Sterling Hayden es superlativa, como era habitual en el actor, aunque gran parte de los diálogos tuvieran que ser improvisados, porque Hayden estaba demasiado borracho como para recordar sus propias líneas. Como nota al margen, resulta algo inquietante ver a Hayden en Un largo adiós y comprobar cómo parece haberse desmoronado en el poco tiempo transcurrido desde su pequeño pero poderoso papel del policía corrupto McCluskey en El Padrino (Francis Ford Coppola, 1972). Por su parte, el rufián zar de Mark Rydell es algo insólito en el cine: un gánster nuevo rico, judío practicante e hilarante pieza de retrato social. Henry Gibson está más que siniestro en su rol de médico espeluznante cuya función en la historia, como es frecuente en las novelas de Chandler, se pierde por el camino. Jim Bouton resulta adecuadamente arrogante como Lennox, el amigo playboy de Marlowe, lo mismo que la inocente Jo Ann Brody como la chica de Augustine –en el más puro estilo Sharon Tate- que no tiene ni idea de lo que le espera cuando pide una Coca-Cola, en una escena terrible que recuerda al pomelo que recibe, en plena cara, la Mae West de El enemigo público (William A. Wellman, 1931). Todo ello sin olvidar al torpe aprendiz de mafioso al que da vida David Arkin, el policía y médico mexicanos, fácilmente sobornables, que interpretan Pancho Córdova y Enrique Lucero, y Ken Sansom, en su excepcional papel de guarda cinéfilo. Para el espectador, merece atención un Arnold Schwarzenegger no acreditado, y en papel sin diálogo, como musculoso secuaz del jefe mafioso.
Y eso es todo lo que vemos, y así es como funciona todo. Como algunos de los campesinos de los paisajes de Brueghel y ciertos capítulos individuales del Tristram Shandy, estos personajes que aparecen brevemente, en aparente falta de relación con su entorno inmediato, terminan por fundirse en un patrón general de torpeza cotidiana que constituye un escenario apropiado para el drama absurdista-humanista que Altman nos ofrece. El, hasta cierto punto, patetismo de estos personajes –y de otros innumerables ejemplos que podrían escogerse de toda la colección de la película- está directamente relacionado con la forma en que alejan, aunque sea por un instante, la trama del héroe desplazado de la película; sus torpezas no son más que versiones condensadas de las torpes e inciertas relaciones de Marlowe, aficionados incapaces cuando se enfrentan a los desafíos potenciales de cada uno, y en muchos aspectos la película en la que viven se registra como una oda melancólica a ese potencial perdido.
Mientras que la novela de Chandler cuenta una historia más de la leyenda de Philip Marlowe, centrándose en el detective de ingenio rápido y carácter fuerte y en toda su rectitud, la inflexión de Altman toca una melodía con notas diferentes. El detective de Gould está hecho de una pasta distinta a la de sus predecesores en el papel, decía antes, en especial la de Humphrey Bogart o Dick Powell: menos duro y más curtido. Lo que permanece es la misma figura decidida y solitaria, cuya obstinada moralidad le convierte en la herramienta perfecta para explorar los sórdidos bajos fondos, y la perversa clase alta, de Hollywood, Los Ángeles. Para cuando llega Un largo adiós, ya se habían realizado innumerables adaptaciones fílmicas de la novela negra. En su mayoría surgidas después de la Segunda Guerra Mundial, estas películas establecieron su propio género, el cine negro, un estilo de cine estadounidense que se fijaba en lo fatalista. Empleando una serie de tropos estéticos que incluían una dura iluminación llena de claroscuros y personajes moralmente ambiguos, el cine negro presentaba la desilusión de posguerra de un modo que exteriorizaba los miedos y la paranoia persistentes de toda una generación. Al trasplantar los rasgos convencionales del cine negro y trasladar Marlowe a la década de setenta, Altman creó inadvertidamente un facsímil borroso y desvaído de lo que percibíamos que era el cine negro. Sin embargo, en última instancia, puede decirse que la versión cinematógrafica de Un largo adiós no está tan lejos de la novela original como ha dado en mantenerse. Última de la serie de Marlowe que se publicó en vida del autor (y, por tanto, ya teñido de nostálgico pesar), valiente esfuerzo de Chandler por recuperar el personaje del private eye que él y Dashiell Hammett inventaron, un personaje vulgarizado ya en la obra de Mickey Spillane. El canto del cisne de Marlowe es, por desgracia, incapaz de igualar el brío y la imaginación de toda su obra anterior. Empero, lo que realmente anima el interés de Chandler es el puro hastío y disgusto del detective con los tiempos modernos. Por tanto, se reflexiona mucho sobre la miseria del mundo, la inutilidad de la acción y la depravación de la cultura y la sociedad modernas. Marlowe se permite disquisiciones malhumoradas sobre su propia época. Estamos en los cincuenta, pero podrían ser, muy bien, también los setenta de Altman.
El moralista Marlowe está inmediatamente en desacuerdo con su entorno: la sociedad contemporánea totalmente envuelta en su propio ego y narcisismo; un sentimiento que, aunque en broma, se establece en la escena inicial de la película. Se nos muestra a Marlowe siendo despertado por su petulante gato -es la hora de comer- y cuando el tambaleante detective no puede proporcionar a su mascota un tipo específico de comida para gatos, tratando de engañar al felino para que coma un sustituto vestido con la marca Coury Cat Food, el gato huye. La aceptación encogida de hombros de Marlowe con la frase It’s okay with me alude a una indiferencia resignada con los personajes y la sociedad con los que se topa el detective privado. A pesar de la multitud de estilos noir que se han perdido en la traducción durante el proceso de adaptación, la fuerza de la reimaginación de Altman reside en la interpretación de Gould. Su larguirucho cuerpo, sus rizos desordenados y su traje desparejado se alejan de las típicas representaciones de Marlowe, cuya apariencia perfectamente cuidada implica un sentido de moderación moral que hay que mantener. En Un largo adiós, el murmullo marmóreo de Gould, la manera infantil en que se esconde entre los arbustos para espiar a los sospechosos y su ingenio desarmante y sardónico contribuyen a no romantizar el género detectivesco. Para algunos puede acercarse demasiado al pastiche, pero Un largo adiós no es todo encanto, ni mucho menos.
Uno de los mayores atributos de Altman como cineasta es su implacable capacidad para deconstruir un género, un tropo o incluso la percepción que el público tiene de un actor y subvertir las expectativas. Puede que su Marlowe no lleve el traje como lo hizo Powell antes que él o que no imponga una dureza tan férrea como la que representa de Bogart, pero el detective lánguido y chistoso de Altman nunca diluye la oscuridad inherente que persiste en Un largo adiós. Quizás brilla el sol, pero el Marlowe de Gould encarna el pesimismo y la sólida brújula moral de sus predecesores. Es este elemento de hombre fuera del tiempo lo que permite a Altman, junto con la guionista Leigh Brackett, casi satirizar el género negro en lugar de transponer una nueva visión del mismo. UN largo adiós parece ser una película hecha enteramente de yuxtaposiciones. La experta fotografía de Vilmos Zsigmond, antiguo colaborador de Altman, ilustra algunos de estos paralelismos. Tomemos, por ejemplo, la célebre escena que nombrábamos antes, en la que Marlowe visita la casa de los Wade después de localizar y rescatar a Roger de una clínica de desintoxicación para residentes adinerados de la Colonia Malibú. La cámara de Zsigmond se aleja de los Wade cuando empiezan a discutir sobre la bebida de Roger y se introduce en la ventana, donde vemos a Marlowe caminando desde la playa hacia el mar en calma que tiene delante. No sólo es una representación visual de la división literal entre Marlowe y los obsesionados Wades, sino que también refleja una escena posterior de la película: el suicidio de Roger. Esta vez, el foco de atención de Zsigmond pasa de la conversación entre Marlowe y Eileen a Roger, borracho, tambaleándose hacia las olas. Estas referencias visuales están diseminadas a lo largo de Un largo adiós y actúan como una especie de recordatorio de las formas en que el cine negro tradicional ilustraba la confusión interna de sus personajes.
Sin embargo, a pesar de todo el revisionismo de la película, hay un principio del noir que se mantiene, y que existe en la película de Altman sin escrutinio ni ironía. Que un hombre sea traicionado por otro cuando ambos mantenían un acuerdo previamente honorable es un crimen moral, que sólo puede castigarse con la muerte. Sin embargo, cuando un hombre es traicionado por una mujer –en el caso de Marlowe, cuando la mujer que creía tan dulce y suave como los albaricoques secos que le servía le toma por tonto-, trastorna tan poco su visión del mundo que apenas merece un silbido en la minúscula, patética armónica que le han regalado. Los últimos minutos de esta obra maestra, en los que Marlowe pasa de ser un observador indiferente de la vida a un vengativo moralista, nos confunden ex profeso. Como también lo hace el hilo narrativo central de la película, por la adición de varios encuentros sin sentido y personajes que vienen y no van a ninguna parte. Esto es algo que comparte con otras películas de detectives privados que surgieron del Nuevo Hollywood en la primera mitad de la década de los setenta. Le ocurre también a Chinatown (Roman Polanski, 1974) o a La noche se mueve (Arthur Penn, 1975). Así, Un largo adiós deviene un ejemplar único de cine negro que transcurre bajo el sol radiante de Hollywood y que se desinteresa por satisfacer las expectativas. Visionado tras visionado, surgen las preguntas: ¿qué significa el gato del principio? ¿Qué debemos deducir del final? ¿Ha despertado Marlowe de su letargo, o es el acto final una declaración sobre la inevitabilidad y el compromiso, un último sueño antes de despedirnos, porque esto es algo que ocurre a diario y lo hemos aceptado con un para mí está bien?
Las respuestas no son fáciles, o no son respuestas en absoluto, ya que a menudo nos dejan a nosotros determinar qué queremos sacar de ellas. La escena final, durante los créditos, recuerda a la de El tercer hombre (Carol Reed / Orson Welles, 1949), pero la decisión de situar a Marlowe no en la Viena de posguerra sino en el ambiente de narcisismo y autorrealización de Los Ángeles de principios de los setenta, impregnado de contracultura, nos desorienta. Sospecho que la verdadera razón de que la película sea tan apreciada ahora es que actúa como una cápsula del tiempo. Cuando un detective sin suerte podía permitirse un apartamento en Hollywood Heights y un escritor improductivo, pasado de moda, podía vivir junto al mar en Malibú. Donde los guardas de una comunidad, famosa por sus habitantes estrellas de cine, imitaban a Barbara Stanwyck, Cary Grant, James Stewart o Walter Brennan, añadiendo un toque del Hollywood clásico; los bares de mala muerte tenían paneles de madera, vecinas hippies que resistían las invitaciones de Manson o despreocupados viajes espontáneos a México. Y tantos otros hitos culturales e históricos, grandes y pequeños, que hace tiempo que desaparecieron para no volver jamás. Quizá porque ese Los Ángeles que prácticamente ninguno de nosotros, espectadores, hemos vivido, puede que ni siquiera haya existido. Altman, una vez más, aunque en esta ocasión con éxito y sapiencia, utiliza los géneros cinematográficos para expresar su rabia por las traiciones que sentía de Estados Unidos. Estos mitos nos animan a creer en algo inalcanzable y a perseguirlo, ocultando una realidad brutal. El realizador tenía fe en Norteamérica como concepto, pero sentía que las personas que moldeaban su historia y oscurecían sus verdades estaban dañando lo que podría haber sido.
Al final de la película, es difícil imaginar que Marlowe siga creyendo en algo. Ha visto a gente traicionar a aquellos con los que comprometieron sus vidas y se ha dado cuenta de que todo el mundo que conoce es un mentiroso y algo peor. Pero como dice la canción, es un largo adiós que ocurre cada día. Así que, si uno se pone en la piel del desencantado Marlowe, puede levantarse cada mañana y empezar de nuevo. Nada más resta, salvo repetir, junto al detective, las últimas palabras de la novela original: «Se dio la vuelta, cruzó el despacho y salió. Vi cómo se cerraba la puerta. Escuché sus pasos alejándose por el pasillo de mármol de imitación. Al cabo de un rato se volvieron débiles, hasta cesar por completo. Pero seguí escuchando. ¿Para qué? ¿Acaso quería que se detuviera de repente, se diera la vuelta y me disuadiera de lo que sentía? Quizá, pero no lo hizo. Esa fue la última vez que lo vi. Nunca volví a ver a ninguno de ellos… excepto a los policías. Aún no se ha inventado la manera de decirles adiós definitivamente»[2]CHANDLER, Raymond. 1954. The long goodbye. Boston: Houghton Mifflin Company, p. 316. Altman dice adiós a una tradición que, en su opinión, ha sobrevivido a su tiempo, y puede decirse que su película es el último clavo en el ataúd. La forma, en declive, ha recibido su golpe de gracia, al menos en Un largo adiós. Tal vez nuestra geografía moral sea tan confusa que las búsquedas sólo pueden ser empresas sin salida. Puede que el diálogo socrático se haya roto definitivamente y haya sido sustituido por el doble lenguaje burocrático o las impresiones informáticas. Y tal vez tengamos que despedirnos de Hollywood o de cualquier fábrica de sueños que hayamos frecuentado. Nos queda, pues, el cine anterior. Si comparamos mitologías, las nuevas pierden. Y, tal como pronunciaría el desencantado Marlowe, para mí está bien.
Ficha técnica |
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