Cada vez que Cipriano voceaba el nombre de su mujer le salían murciélagos por la boca. No era hazaña despreciable, teniendo en cuenta que los bichejos en cuestión se consideran indicadores de ecosistemas sanos y equilibrados. Y sobre la dudosa salubridad de aquel pozo infecto, que jamás había explorado odontólogo alguno ni descubierto el cepillo con pasta, creo que todos estábamos de acuerdo.
Mi amigo Pascual había desarrollado una estrambótica teoría de simbiosis evolutiva exprés para explicar el fenómeno, según la cual, los pequeños mamíferos alados lograban cobijo y alimento fácil al estar permanentemente cerca de la nube de moscas que siempre acompañaba al sujeto. A cambio, él no solo mantenía controlada la población de insectos que zumbaban a su alrededor, sino que lograba que María, que parecía capaz de escuchar a distancia los ultrasonidos que producían al revolotear, acudiera corriendo a su lado para satisfacer cualquiera de sus deseos.
En realidad nos resultaba más difícil abordar y comprender el tema de la construcción y, sobre todo, del derrumbe de esa pantalla acústica opaca que periódicamente cubría la puerta y ventanas de la casucha que habitaban: a veces bastaba que aquella boca terrible murmurase algo parecido a un poema dulce o que el puño traidor la rozara con flores para que se disolviera. Fingíamos no ver el charco rosado de sangre y lágrimas que dejaba al hacerlo, quizá para no tener que especular sobre ello. Aunque, por algún motivo, se acababa convirtiendo en un fango espeso que trababa nuestros pies si intentábamos rodearlo y nos estaba empezando a corroer la conciencia.