No sabía cuánto tiempo llevaba ahí, ni si alguno de los otros pasajeros había advertido su presencia. Pero ahí estaba. Sola y en un rincón apartado del grupo de asientos traseros del autobús. Levantó la vista ligeramente de la pantalla del móvil, para no despertar sospechas, y echó una ojeada al resto de viajeros.
Las viejas de los asientos reservados del autobús seguían parloteando y comentando el Sálvame de la tarde anterior; algo sobre las segundas bodas de Belén Esteban. Un poco más atrás, una señora con un carrito también parecía distraída, murmurando cosas para sí. “Un kilo de zanahorias, dos de puerros y calabacín…”, creyó escuchar mientras pasaba por su lado al ticar el billete.
No, definitivamente ninguno de los pasajeros tenía idea de qué estaba pasando. Tampoco el tío guarro que estaba sentado delante de ella y que minutos antes se había hurgado la nariz pensando que no le miraba. Echó otra ojeada rápida hacia el manchurrón rojo de la esquina. No quería despertar sospechas.
Sí, ahí seguía. Una larga telaraña de ganchillo rojo sobresalía de entre el hueco de los asientos de la parte de atrás y se desenroscaba suavemente sobre el pasillo por el traqueteo del autobús. Tenía que darse prisa.
Volvió a echar una ojeada al grupo de pasajeros. Las marujas seguían dándole a los detalles de la boda de Belén Esteban, la mujer del carrito seguía recitando los kilos de verduras que tenía que comprar y el tío guarro de enfrente frotaba con la manga el cristal empañado.
Era su oportunidad. Agarró el bolso y los cascos del móvil y se levantó despacio, mientras avanzaba hacia la parte trasera del autobús. Nadie la miraba, ni siquiera el tío del moco, que apenas había levantado un poco las cejas antes de seguir restregando la lana del jersey contra la ventana.
Solo había dado tres zancadas, pero ahí estaba, a su lado, la bufanda roja que hacía apenas unos segundos se le insinuaba desde la esquina opuesta del autobús. Empezó a enrollarla con cuidado. La mayor parte de la lana roja se había derramado por el suelo del vehículo, pero por suerte ella había sido la primera en ver despuntar los flecos desde su asiento.
Una vez tuvo todo el manojo de lanas en la mano, metió el burruño rojo de ganchillo en el bolso y cerró la cremallera a toda prisa. “Ya está”, se dijo. Y sonrió dando palmaditas sobre el plástico barato de la cartera.
No había avanzado el autobús ni dos paradas cuando empezó a sentir la mirada de la señora de las verduras sobre ella. Se revolvió ligeramente sobre el asiento y desvió los ojos hacia la panda de cotorras del fondo. Ya no hablaban de la boda de la Esteban. “Mejor para todos”, se dijo, cuando de repente le pareció ver cómo una de ellas, la vieja del moño gris, giraba rápidamente la cabeza.
¿Acaso la estaba mirando?
Se volvió hacia su excompañero de asiento en el bus. Ahora estaba de pie, junto a una de las barras metálicas del botón de parada. No se había fijado en ella, estaba demasiado pendiente en sacar un cigarrillo de la cajetilla que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Soltó una bocanada de aire. Solo le quedaban tres paradas y podría irse a casa con su botín.
Volvió a mirar hacia el grupillo de señoras del fondo.
¡Lo sabía! Sabía que la estaban mirando. Hasta le pareció ver cómo la vieja del moño gris la apuntaba directamente con el dedo. La mujer de la compra también había puesto sus ojos en ella. Había dejado de recitar verduras y… ¡Ahora se estaba acercando!
Buscó la mirada cómplice del tío del moco. El muy estúpido estaba demasiado concentrado en buscar su encendedor como para darse cuenta de lo que estaba pasando.
La señora de las verduras seguía avanzando hacia ella. Cada vez estaba más cerca. Buscó a la desesperada las puertas grises del autobús. Ya no aguantaba más.
“¡AQUÍ TENÉIS LA PUTA BUFANDA!”, dijo antes de salir como un tiro cuando se abrieron las puertas del vehículo. Atrás quedaron el grupo de cotorras, el tío del moco y la bufanda hecha un ovillo rojo. También la señora de las verduras y su americana vaquera, que había dejado olvidada en su huida en el respaldo del asiento.