Un estadio de fútbol lleno, un partido decisivo, un francotirador sin motivo aparente, un inspector de policía intentando contener el desastre… el menú que ofrece Pánico en el estadio (Two minute warning, 1976) -suspense, compasión, visión humana y matiz individualista- es exactamente lo que se esperaría de una película del subgénero de catástrofes que no implica, como erróneamente tiende a pensarse, un desastre natural, sino también un suspense derivado de acciones humanas y las secuelas desde el punto de vista de personajes específicos o de sus familias. Catástrofe que retrataría, en fin, las tácticas de supervivencia de diferentes personas.
Larry Peerce dirige, conociendo bien los resortes del cine de suspense, esta película que pasa a formar parte, de inmediato, de grupos como Aeropuerto (George Seaton, 1970), El coloso en llamas (John Guillermin, 1974), Hindenburg (Robert Wise, 1975) o El enigma se llama Juggernaut (Richard Lester, 1976). El dispositivo básico, como apuntábamos, es por demás conocido: algo terrible está sucediendo, es decir, alguien tendrá que detenerlo y hará que salgamos de aquí. Pero, ¿por qué, entonces, Pánico en el estadio cuenta con, en el mejor de los casos, un desconocimiento enorme sobre ella, y en el peor, con el sambenito de mediocre? Supongo que a la crítica no le ayudó el canto individualista que entraña y del que hablaremos aquí en profundidad, y es que sus personajes no nos interesan porque no le interesan a nadie. ¿Se imaginan ustedes el público habitual en los eventos deportivos? Simples figuras, formando parte de un acto monumental como es un partido de fútbol americano. Peerce, partiendo de una entretenida novela de George La Fountaine[1]Publicada en español por la editorial mexicana Lasser Press, en 1976., reúne a sus personajes como si se tratase de una serie familiar de camafeos. Tenemos al asesino, o más bien partes de él -tales como manos, pies u ojos- y sólo lo vemos una vez, de hecho, borrosamente, ya cerca del final. El francotirador -anónimo hasta que, a su muerte, la policía descubre su identidad-, dispara a un ciclista, entendemos que para practicar, antes de colocarse en la torre superior del Los Angeles Memorial Coliseum.
Tenemos asimismo a la policía, o mejor dicho, dos grupos diferenciados. Y sólo simpatizaremos con el primero de ellos. El capitán Holly (un inmenso Charlton Heston, demostrando, una vez más, que se trata de uno de los mejores actores de la historia del Cine) que se preocupa por las personas que salen heridas y tiene dudas sobre los métodos del segundo grupo: el S.W.A.T., con su sempiterno aspecto de fontaneros armados, retratados como un grupo táctico mezquino, violento y hasta cierto punto desquiciado, que dirige John Cassavetes. Por último, los espectadores seleccionados: un maduro que parece vivir en un enfado eterno (David Janssen), en serias dificultades con su pareja (Gena Rowlands), un jugador (Jack Klugman) que morirá a manos de un mafioso si Los Ángeles no gana a Baltimore, una chica (Marilyn Hassett) que cambia de novio en mitad de partido, un joven padre de familia (Beau Bridges) cuyo problema principal es la susodicha familia, un carterista (el mítico Walter Pidgeon en evidentes horas bajas) y así sucesivamente.
Excepto el personaje de Klugman, que posee cierto empaque en su conmovedora desesperación, el sufrido manager del estadio (Martin Balsam) y el policía al que interpreta Heston, ninguno de los otros personajes tiene la más mínima dimensión. Algunos de ellos, es obvio, morirán, por imperativo del guión, y el espectador lo lamenta ligeramente; siente una leve curiosidad por ellos, acaso, pero eso es todo. Y es que la curiosidad no es suspense, debemos apuntar. Aquel viene, pues, de otra parte, de más lejos, y eso es, con toda probabilidad, lo que la crítica no terminó de comprender. El suspense tiene que ver con este Harvey Oswald anónimo, sin motivación conocida, y en cuánto tiempo tardará la policía en darle caza: durante casi toda la película no sabemos nada sobre la amenaza -quién es o qué quiere- y, desde luego, nada sobre quién está amenazado o por qué. Es una amenaza abstracta: sabemos que en algún momento alguien va a empezar a disparar y algunas personas serán asesinadas y eso es todo lo que tenemos a nuestra disposición. Y como todo es tan poco específico, los esfuerzos de la policía para atrapar al francotirador, todas sus escalas y maniobras, no resultarían más apasionantes que ver a un grupo de hombres de la línea telefónica trabajando en un poste. Pero esa es la cuestión: que la película parece, por momentos, un documental –incluyendo a un impagable Merv Griffin cantando el himno estadounidense (sic)- y, en ese sentido, nos mantiene alerta desde el principio. No nos interesa saber quién es el criminal, sólo que no llegue a causar víctimas o que, de hacerlo, caiga enseguida bajo manos policiales.
Más inquietante, entonces, en sus implicaciones que en la ejecución técnica, la película enfrenta al espectador con la frialdad de un pistolero sin rostro practicando tiro al blanco en este estadio lleno hasta la bandera. Los persistentes picados y contrapicados, el uso de lentes de largo alcance (equivalentes a la mira telescópica del rifle) y el trabajo de la cámara subjetiva nos distancian inevitablemente de las viñetas humanas que se representan en las gradas. Flemática e impasible, la película retrata a la multitud individualmente como perdedores y colectivamente como transeúntes inocentes, en una lucha sin cuartel entre dos fuerzas siniestras, el asesino y los S.W.A.T. Sólo los esfuerzos a última hora del templado policía al que da vida Heston humanizan algo este retrato que clama contra la más dolorosa y narcisista colectividad (no olvidemos nunca a Plauto y su homo homini lupus), aunque sea tarde ya cuando esta obra tensa, paranoica, estalla al entrar la multitud en pánico, deviniendo en criatura animal más que humana, casi sin esfuerzo, y devorándose a sí misma en un clímax de horror, ejemplarmente montado por la nominada Eve Newman. Puede reprochársele al film que no logre enfrentar las implicaciones de su tema, prefiriendo en cambio la evasión y el cinismo rápido para salir adelante, pero la cuestión es, como hemos dicho en alguna ocasión, que no se trata tanto aquí de un sesudo análisis sociológico -cosa de agradecer, por otra parte- sino de una extraña parábola nihilista sobre la insoportable levedad del ser (humano), si me permite Kundera parafrasearle, ante la catástrofe.
Claro que no nos identificamos con los protagonistas ni las víctimas de los tiroteos, sino que este nutrido grupo de estrellas invitadas constituye, en general, un grupo perversamente poco atractivo.
En la mayoría de las películas de catástrofes de esa época teníamos un villano sobre el que volcar nuestra ira: nos viene a la mente Richard Chamberlain en El coloso en llamas, el naviero de La aventura del Poseidón, o ese pequeño, pávido y sudoroso hombre atormentado de Aeropuerto (inolvidable y extraordinario Van Heflin), mientras que todos los demás –los protagonistas principales- eran básicamente comprensivos, con sus debilidades demasiado humanas que les hacían ser simpáticos con el público. En Pánico en el estadio, sin embargo, no lloramos la muerte de la mayoría de los personajes. Puede que, a priori, todo esto resulte negativo para algunos, pero debemos romper desde aquí una lanza a favor de la irracional contrariedad del film de Peerce hacia sus convenciones de película de catástrofes. Es, como decíamos, una obra completamente extraña, fría y cínica, nihilista…probable es que de forma voluntaria.
Algunos clamaron en su día contra la violencia infundada de Pánico en el estadio (algo que nos hace pensar que nunca la vieron hasta el final), pero estos comentarios sobre los disparos sin fundamento contra los personajes acartonados sólo ilustran lo hipócrita que fue la reacción de la mayoría de la crítica con el género de catástrofes en los años setenta. Un género apenas tolerado por ellos, cuando no abiertamente despreciado, y sobre el que la queja más frecuente residía en los largos e hinchados montajes de los personajes, que mostraban cuánto tenían que vivir antes de que fueran eliminados, uno por uno, según su facturación en los créditos. Pánico en el estadio pervierte ese proceso y prescinde de falsos calificativos. La mayor parte del suspense de la película estriba, como decíamos, en mostrar al francotirador sin rostro que se prepara para disparar a la multitud; no hay ningún intento de hacer de Heston o Cassavetes héroes grandilocuentes. La película se abre con la sorprendente ejecución de un ciclista, sin motivo alguno, antes de que pasemos casi dos horas preguntándonos cuándo volverá a atacar el francotirador. La decisión de no mostrar su cara en la pantalla es brillante; no podemos sentir nada por él, ni odio, ni empatía, nada en absoluto. Sólo miedo.
Se dedica más tiempo en pantalla a discutir sobre él, o a mostrar a la gente discutiendo incoherentemente sobre sus motivos y acciones futuras, o a los temibles S.W.A.T. maniobrando para darle muerte, que a los problemas personales de las futuras víctimas. Y cuando finalmente los conocemos, de nuevo es tarde. El criminal suceso nos arroja como resultado un saldo de víctimas que son, en su mayoría, por completo deplorables. Una vez que pensamos que la carnicería ha terminado, que estamos a salvo, sobreviene un pánico total, con gente aplastada y pisoteada –tan anónima como el causante de la debacle- y que es arrojada de sus parapetos mientras intenta escapar de unas balas ya inexistentes. En otras películas del género, como las antedichas, los catalizadores de la destrucción resultante eran mucho más obvios: un enfermo mental con explosivos a bordo, un fracasado que quiere darle a su esposa el seguro de vuelo; un incendio en un rascacielos causado por codiciosos contratistas; un terremoto o un barco volcado, llevado hasta el centro de una terrible tormenta por ávidas corporaciones. Y sus héroes también son fácilmente reconocibles: un intrépido piloto y un ingenioso director de aeropuerto, un valiente arquitecto y jefe de bomberos, un valiente ingeniero civil y un ingenioso y valiente sacerdote.
En Pánico en el estadio no hallamos héroes por lado alguno: Cassavetes sólo empieza a disparar a este Harvey Oswald que come chocolatinas -de manera harto patética, además, durante su espera- después de que haya matado a gente, y cuando ya antes el propio Cassavetes ha golpeado a un inocente sospechoso que se había colado en el partido. No sentimos ningún alivio de que estén cerca, protegiendo a los otros personajes porque nunca lo hicieron. Quizá sólo respiramos cuando Heston lo abate a tiros, aunque nunca tengamos una explicación de por qué el francotirador aguarda tanto, antes de disparar, por último, contra la multitud. No hay respuestas, no hay catarsis, no hay comprensión. Como dice el personaje de Cassavetes al final, con una expresión que oscila entre la lástima y la repulsión, sabremos mucho sobre el francotirador en las noticias de las próximas semanas, pero nada que nos desvele sus acciones, porque no hay explicación para lo que hace a un ser humano convertirse en un asesino frío y calculador. Desde luego, es innegable que se trata de un punto de vista vigorosamente insensible para lo que algunos califican de simple película de entretenimiento. En esas otras famosas películas de desastres, hallamos conflicto y muerte, pero es entonces cuando una voluntad de vivir se levanta entre los que se han librado de la calamidad, ilustrando así una reafirmación del espíritu humano. Pues bien, nada de eso se halla en la película de Peerce, de quien, por cierto, habría que revisar también, con urgencia, las excelentes El incidente (1967) y La campana de cristal (1979), que adaptaba la inolvidable novela homónima de Sylvia Plath.
Nada de eso, como decíamos, existe en esta película: uno, sencillamente, va a ver un partido para divertirse, y termina golpeando a otros para abrirse camino a la supervivencia (¿pero de qué, si la mayoría no saben siquiera lo que ocurre?), a riesgo de ser tiroteado y, aún sobreviviendo, podría ser pisoteado a raíz del pánico que se desata. Y nadie será capaz de decirle a ese espectador malbaratado, apaleado y herido de terror, por qué, en verdad, ha ocurrido todo aquello. Esa realidad cínica y vacía hace que Pánico en el estadio sea, en definitiva, mucho más honesta que muchos otros productos de idéntico subgénero.
Ficha técnica |
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Referencias
↑1 | Publicada en español por la editorial mexicana Lasser Press, en 1976. |
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