Miró de nuevo la arrugada nota y comprobó la dirección. La carretera adolecía de alumbrado, llovía a cántaros y la noche era cerrada, lo que le procuraba no pocas dificultades a la hora de leer el cartelón de la entrada.
Se cerró la chaqueta para ocultar las manchas de sangre con las que el idiota uniformado del banco le había salpicado la camisa al recibir el disparo y se acomodó la pistola en el cinturón. El eco lejano de unas sirenas aproximándose le impelió a entrar pese a no estar seguro de si era el lugar convenido para el reencuentro con el resto de la banda.
La consigna la regentaba una mujer mayor, de cutis labrado y verrugas en las manos. Sus ojos verdes conjuntaban con la pátina de moho que asperjaba el papel pintado, y su arqueada espalda con las paredes ásperas y extrañamente inclinadas. En el piso de arriba se escuchaba una mezcla indescifrable de gritos e imprecaciones.
La vieja le aseguró, pese a sus objeciones, que su estancia allí sería larga: le deslizó una hoja interminable que reseñaba todos y cada uno de sus pecados para que la firmara a modo de contrato de arras. Asustado, se giró para largarse, pero donde antes estaba la puerta ya no había nada más que una pared de ladrillo. Acabó la epifanía entendiendo que las manchas de su camisa, quizá, no eran de la sangre del maldito guardia.
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