En el armario de la habitación de Ñ nunca ha habido monstruos al acecho, monstruos surgidos de la imaginación y el descubrimiento, criaturas de fantasía y miedo. Bajo la cama de Ñ nunca se han ocultado monstruos extravagantes, espeluznantes, extraños, a la espera de asaltar la noche y provocar el miedo infantil, entrecortado y romo, inevitable, tan real en el pavoroso instante como pasajero lo hará el tiempo.
Y, sin embargo, un monstruo perverso y aterrador habita en la casa de Ñ. Y lo visita cada día.
Ñ sabe que viene cuando escucha el sonido amenazador de la llave en la cerradura abriendo la puerta, el golpe seco y siniestro que cierra la puerta, los pasos pesados y duros, a veces torpes y arrítmicos que se acercan, conocidos heraldos del miedo. Y ese olor, familiar y detestable, que todo lo inunda y precede las ansias malignas del monstruo.
Ñ se abraza a su peluche robusto y alado, se encarama a su lomo y vuela a través de la ventana cerrada, de la ventana abierta al otro lado, a un mundo lejano donde el monstruo no es capaz de llegar.
Cuando el monstruo se aleja, ya satisfecha y cumplida su aviesa maldad, Ñ regresa con el cuerpo menudo dolorido una vez más, con la piel tierna lacerada una vez más, con la vida de corta andadura herida una vez más. Y mira el armario desierto de imaginación, y busca bajo la cama huérfana de fantasía, soñando con los monstruos imaginados que habitan el miedo entrecortado y romo de aquellas Ñ que encuentran consuelo en la ternura de mamá y papá.