Siempre le ha gustado marzo, porque anuncia primavera. Y este todavía más. Hoy se ha levantado la primera, como siempre, pero no ha despertado a su marido, tampoco a sus dos hijos, ya iniciados en la veintena. Sabe que hoy llegarán tarde al trabajo —ella ha sido durante años el «despertador» de todos, ella ha preparado cada día el desayuno, ella les ha recordado el móvil, las llaves, el bocadillo…— y, sin embargo, ahora ya no es «problema de mamá». Como tampoco lo es «mamá, ¿dónde está mi camiseta de los Rollings?», «cariño, ¿dónde pusiste mi pantalón beis?», «mamá, no encuentro las llaves de casa».
Se prepara un café con leche bien caliente y una tostada que colma de aceite y mermelada, y se sienta a la mesa sin prisas —no recuerda la última vez que desayunó sentada a la mesa—, deleitándose con los sabores, con el silencio, con el sol tímido que comienza a entrar por la ventana que da al patio, y sonríe. Le ha costado mucho tomar la decisión, son demasiados años de rutina, de hacer lo que los demás esperan de ella. Sí, le ha costado un mundo, hasta que se atrevió a preguntarse qué esperaba ella de sí misma.
Cuando acaba no retira de la mesa ni taza ni plato, ya lo ha hecho durante demasiados años, cada día, en cada comida, los de todos. Abre el armario, coge la mochila que solo usa en vacaciones, mete en ella lo que considera necesario, se la cuelga al hombro y sale a la calle cerrando con suavidad la puerta tras de sí.
La mañana es fría, pero hoy la calidez se filtra a través de los abrigos y ocupa la calle, el barrio, la ciudad. De cada casa, las mujeres salen con la mochila al hombro y una sonrisa en los labios, sin importarles si cierran la puerta con suavidad o bruscamente.