No es que no le gustaran aquellas fiestas, al contrario. Pero ya era mayor y, además, todo había cambiado. Desde que cerró su tienda no se le ocurría mejor forma de pasar la Nochebuena que yendo allí a dar segunda lectura a algún tomo o simplemente a sentarse en el añejo sofá orejudo y viajar al pasado. Era relativamente sencillo: solo tenía que mirar su vieja librería, sus vetustos muebles de corte clásico, sus estanterías curvadas vencidas por el peso de todos aquellos ejemplares que ya nunca vendería o henchirse del peculiar olor que emanaba la tinta de los legajos.
Le sorprendió el repiquetear de las campanas que custodiaban la puerta. Por las horas y porque era obvio que su pequeño negocio cerrado hace años ya no ofrecía servicio al público. Un hombre grueso ataviado con una pelliza granate esperaba al lado mostrador. Argumentando que necesitaba algunos regalos de última hora y que no había encontrado nada abierto le solicitó si tenía relatos infantiles. A pesar de la insistencia del desconocido no quiso cobrárselos. —Consíderelos un regalo. Ya nadie se los lee a sus hijos. Si no se los lleva usted el tiempo los acabará convirtiendo en polvo —, le dijo.
Al regresar a la trastienda encontró sobre el asiento una caja que momentos antes no estaba. Extrañado, la levantó, zarandeó, escuchó y, cuando al fin la abrió, descubrió en su interior un afiche que rezaba junto a la dirección de su comercio: “¿Quieres escuchar un cuento?”. Expectante, se quedó allí a dormir al abrazo de un irracional presentimiento. Al día siguiente una cola de niños ilusionados y deseosos ya le esperaban en el vestíbulo dispuestos a darle de nuevo sentido a aquel lugar y a imaginar mil historias surgidas de su voz; y mientras todo esto sucedía aquella mañana, nevó.