Comentario a SHELLEY, Mary: Amar y revivir. Hermida, Paracuellos de Jarama, 2020.
No hace mucho que saludábamos la publicación en español de los diarios de viaje sobre la fuga a Europa de la joven pareja formada por Mary Wollstonecraft Godwin y Percy Bysshe Shelley, sobre todo porque ese escándalo social es también el instante propicio para la eclosión de una conciencia romántica generalizada en el Reino Unido. Por otra parte, y gracias al muy valioso trabajo de Beatriz González Moreno, una brillante genealogía de las nociones estéticas del siglo XVIII y XIX, comprendemos mucho mejor cómo se establece el contraste, siempre vivo, entre lo bello y lo sublime, y de qué manera la novela más lograda de la primera, que después se llamaría Mary Shelley, es el campo de operaciones de esa oposición conceptual.[1]GONZÁLEZ MORENO, Beatriz: Lo sublime, lo gótico y lo romántico: la experiencia estética en el romanticismo inglés. Ediciones de la Universidad de Castilla- La Mancha, Cuenca, 2007. De hecho, aquellos jóvenes enamorados eran ya en ese temprano episodio unos avezados cazadores de lo sublime.
La colección de cuentos de la autora de Frankenstein, presentada por Gonzalo Torné, nos llama a la reflexión, en primer lugar, y como apunta el editor de la antología, porque la calidad de los relatos es discutible, sobre todo desde los parámetros de la crítica convencional, puesto que «algunos de los mejores relatos de este volumen sorprenden por su escaso progreso narrativo, o por la audacia con la que, una vez establecida la situación de partida, detienen la «intriga» y se dedican a examinarla, progresan escudriñándola.»[2]SHELLEY, Mary: Amar y revivir. Hermida, Paracuellos de Jarama, 2020, p. 12. Y esto nos plantea no pequeñas interrogaciones sobre qué significan la muerte y la vida literaria, de qué manera perdura lo que perdura y cómo se desmoronan los edificios más nobles de la escritura. Porque Mary Shelley, uno de los personajes más atractivos de la revolución romántica británica, también es, con apenas objeciones reseñables, autora de una sola obra inmortal, y eso incluso con dificultades nada lisonjeras, de tal manera que el mito de la novela se confunde con el mito de la escritura de la novela, al que no es ajena por ejemplo la crónica, entre otros, de John Polidori, el médico privado de Lord Byron y el creador de uno de los clásicos de la literatura de vampiros. Con estos ingredientes parece que Frankenstein habría de convertirse en el Doppelgänger de todo el mundo, ese gemelo astral o grateful dead que fue además identificado de manera canónica, como una constante narrativa, por Northrop Frye, y que es un compañero del descenso ad inferos, y como una suerte de mascota sobrenatural.[3]FRYE, Northrop: La escritura profana. Monte Ávila, Caracas, 1980, p. 133. Por ejemplo, Richard Holmes, en su majestuosa biografía de Percy Bysshe Shelley, identificaría al monstruo con un trasunto del mismo poeta, tal y como lo describe en su prólogo. No sólo es que podamos identificar entre las fuentes a la Rima del antiguo marinero de Coleridge o el Alastor, sino que el propio Shelley se concentra en los aspectos de la soledad espiritual y ostracismo social del personaje, así que «implícitamente, Shelley ha aceptado su propia identificación con el monstruo de Frankenstein.»[4]HOLMES, Richard: Shelley The Pursuit. Harper Collins, London, 2005, p. 334. Del mismo modo que Frankenstein proporciona una especie de espejo universal de la humanidad, son también casi universales las fuentes de las que podría haberse valido una lectora tan voraz como Mary Shelley. De hecho, eso es lo que parece seguirse de una obra tan minuciosa y ya clásica como la de Miranda Seymour, quien señala el Libro II, canto X, stanza 70 de The Faerie Queene de Edmund Spenser como un antecedente inmediato: «Prometheus did create / A man, of many parts from beasts derived.»[5]SEYMOUR, Miranda: Mary Shelley. Simon & Schuster, London, 2000, p. 134. En realidad, según la fórmula de Frye, toda la escritura profana tiene su condición de posibilidad en el hecho de que la criatura humana se mire a sí misma adornada con los atributos del creador.
A pesar de todas las cautelas ya mencionadas sobre la ambición estética de los relatos de Mary Shelley, lo cierto es que esta colección resulta encantadora. Y ella por sí sola hace de la re-animación, de la restitución a la vida, una cuestión sustantiva. Así ocurre en Roger Dodsworth, apenas una noticia romántica sin más misterio que el de una lápida con fechas inverosímiles. Porque un inglés congelado es un inglés perdido y qué mejor sitio para perderse que Italia (p. 98). De hecho, uno de los episodios más tristes de una vida que fue generosa en ellos tiene que ver con una tumba perdida en el Lido veneciano. El último de los cuentos seleccionados, Valerio, el romano reanimado, concluye con una lección sobre el demonio de lo histórico, al que Mary Shelley al igual que su padre Robert Godwin, a menudo para satisfacer sus necesidades crematísticas, rindió abundoso culto: «Su aspecto era el de un ser vivo, pero pertenecía a los muertos. A su lado experimentaba arrebatos de una sensación parecida al miedo, le reverenciaba y le temía. Él se refería a su felicidad con una tranquila voz humana, con calidez, pero a mí no dejaba de sonarme como una voz de ultratumba. No sé cómo calificar la sensación, pero diría que era una leve repugnancia que penetraba toda la charla, como la que sentimos ante un cadáver. A menudo, cuando dejaba que mis palabras fuesen tan lejos como lo dictaba el entusiasmo, al regresar de aquellas emociones descubría sus ojos clavados en los míos: estaban brillantes y plácidos, apenas proyectaba simpatía, pero frenaban mi elocuencia. Si apoyaba su mano sobre la mía, los temblores remitían, pero enseguida el corazón empezaba a latir a tal velocidad que me veía forzada a suspender el contacto. Pero eran inquietudes leves comparadas con el amor y el interés que sentía por él. Y eso es lo único que me quedaba: intentar conocer toda la verdad sobre Valerio, romper con la simpatía intelectual la barrera que los años terrenales habían erigido entre nosotros.» (pp. 227-228).
Pido disculpas por la longitud de la cita, pero es que creo que en ella vienen a condensarse muchos de los numerosos atractivos que posee el libro. En primer lugar, entrevemos el fino análisis de una tonalidad emocional, es decir, de esa mixtura de amor, respeto y reverencia, que constituye el sentimiento mismo de lo sublime, tal como lo identifica Kant y, sobre todo, Edmund Burke, quien tan cercano podría resultar a la estética romántica como alejado en cuanto a las propuestas políticas sostenidas por Mary Shelley o Percy Bysshe, no menos que por Mary Wollstonecraft o Robert Godwin, como unas figuras mentoras insoslayables. Un aspecto significativo de lo sublime estético, volcado sobre el relato gótico, es el de la indistinción entre lo vivo y lo muerto, ya sea el de lo muerto que pervive o el de la vida que yace suspendida, en la frontera misma de lo horrible. Esta indistinción o zona crepuscular es la que retoma Mary Shelley en el que tal vez sea el más conocido de los relatos aquí reunidos, El mortal inmortal, que recurre a los efectos de un misterioso elixir alquímico, aunque sólo el sueño podría hacer satisfactoria la inmortalidad: «ser inmortal así dormido no debe ser tan agotador como esta carga de tiempo interminable, como soportar el paso tedioso de las horas.» (p. 67) Dormir en suspenso y, tal vez, despertar de ese sopor mediante el galvanismo, con la fuerza invisible de la electricidad que nos devuelve a los espasmos de lo vivo, que reanima, aunque sea al borde mismo del sinsentido, como una infausta re-animación sin ánima o alma. Es lo que hacen, según Fiona Sampson, Sir Humphry Davy y, en el caso límite, Henry Cline, al conseguir que despierte un paciente tras un mes en coma, ambos invitados frecuentes de Robert Godwin.[6]SAMPSON, Fiona: En busca de Mary Shelley. La joven que escribió Frankenstein. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2018, pp. 64-65. En cualquier caso, lo que la atea, la anticristiana Mary Shelley conmueve en estos dos cuentos es esa Einfühlung, esa empatía imposible, que es consustancial a la concepción del mundo cristiana, y que Jean-Luc Nancy, en uno de sus más hermosos textos, describiría como el levantamiento de un cuerpo, porque es uno el que lo hace en el sepulcro. Uno el que rechaza la tentación o el toque, igual que hay mucho de retención y de distancia exigida en el largo fragmento del Valerio de Mary Shelley.[7]NANCY, Jean-Luc: Noli me tangere. Ensayo sobre el levantamiento del cuerpo. Trotta, Madrid, 2006.
Amar, morir: (no) morir de amar, morir de (no) amar.
Los relatos de Shelley exploran todas las permutaciones posibles de estos dos infinitivos, cuando se disponen en una parataxis interminable. Así ocurre en Un relato de pasiones, en el que se afirma que el amor es una parodia del amor si no se vuelve más fuerte tras la muerte del amado (p. 174). Hay un exceso, una desmesura en este entusiasmo lúgubre de los amantes. Lo que, por otra parte, parece convenirle tan bien a la propia Mary, quien se mantuvo en su larga viudedad, incluso a pesar de pretensiones tan atractivas como las de Prosper Merimée o Washington Irving, firme ella en su papel intacto de guardiana de la memoria. En cambio, en El sueño, plantea el lado negativo, la cruz de la cara de ese amor que no sabe decir adiós: «Constance había atravesado días empapados de lágrimas y horas entregadas a una desesperación continua. Las puertas del castillo se cerraron, nadie podía pasar. Como la Olivia de Noche de Reyes, juró perseverar en soledad con su dolor (…) alimentó su dolor como si fuese lo único que amase en este mundo. Pero el dolor es un invitado demasiado amargo, hiriente y abrasador para convivir a gusto con él. La parte más vital de la joven Constance peleó contra él, trató de desterrarlo, pero lo cierto es que cada momento de belleza y entusiasmo intensificaba el dolor. Sólo cuando se resignaba con serena paciencia seguía presionándola, pero dejaba de atormentarla.» (p. 194).
Uno de los relatos más logrados y angustiosos de esta colección representa a la perfección las dotes de Mary Shelley para llevar el género de la narración histórica al terreno de la especulación metafísica. Es lo que hace en Ferdinando Eboli a propósito del doble y del vértigo de la sustitución. En algunos momentos parece alcanzar la desmesura abismal de Heinrich von Kleist, verdadero maestro a la hora de contar agravios infinitos y obsesivos acosos. Eso sí, a diferencia de lo que ocurre en las tragedias sonámbulas de Kleist, sobre las que Ernst Bloch situaría algunas de las bases literarias más sólidas para una teoría materialista del conflicto en el derecho,[8]BLOCH, Ernst: Derecho natural y dignidad humana. Aguilar, Madrid, 1980. ella piensa que la conciliación es posible, aunque sea durante el fragor de la batalla e in articulo mortis. Y es que para Kleist la ley se torna rígida como una suerte de abusiva piedad religiosa errada, mientras que Shelley, aun no siendo ajena a las paradojas de la conciencia romántica, admite que hay otros senderos, los del corazón, que son capaces de remontar, subvertir o deconstruir la imposición moral cuando se hace mortífera.
Este espacio abierto, lábil, que es capaz de operaciones inesperadas y sorprendentes frente a la dureza infranqueable del destino, es el que justificaría algunas de las afirmaciones de Mary Shelley a propósito del mundo meridional, en realidad una completa invención del italiano, que, de lo contrario, no dejarían de incomodarnos como una muestra del más fanático anglocentrismo. Pues vemos cómo es una italiana, desde la perspectiva de la autora, como alguien que se deja adormecer por la corriente de la vida (p. 43). De tal manera que los talentos propios del italiano son la mente rápida y las artes taimadas (p. 44). También se oirá que los italianos no son gentes devotas de la verdad (p. 53) y que las mujeres italianas no están habituadas a la civilizadora galantería (p. 57). Es verdad que todos esos prejuicios juntos resultan cuando menos pedregosos. Pero me atrevo a sugerir que, dada la perenne nostalgia de Mary Shelley por la península italiana, hay en ellos más una suerte de identificación que de verdadera censura, aunque sólo sea por todo lo que creyó alcanzar y por lo que incontestablemente perdió en dichas tierras. Y sobre todo en aquellas aguas.
Título: Amar y revivir |
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Referencias
↑1 | GONZÁLEZ MORENO, Beatriz: Lo sublime, lo gótico y lo romántico: la experiencia estética en el romanticismo inglés. Ediciones de la Universidad de Castilla- La Mancha, Cuenca, 2007. |
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↑2 | SHELLEY, Mary: Amar y revivir. Hermida, Paracuellos de Jarama, 2020, p. 12. |
↑3 | FRYE, Northrop: La escritura profana. Monte Ávila, Caracas, 1980, p. 133. |
↑4 | HOLMES, Richard: Shelley The Pursuit. Harper Collins, London, 2005, p. 334. |
↑5 | SEYMOUR, Miranda: Mary Shelley. Simon & Schuster, London, 2000, p. 134. |
↑6 | SAMPSON, Fiona: En busca de Mary Shelley. La joven que escribió Frankenstein. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2018, pp. 64-65. |
↑7 | NANCY, Jean-Luc: Noli me tangere. Ensayo sobre el levantamiento del cuerpo. Trotta, Madrid, 2006. |
↑8 | BLOCH, Ernst: Derecho natural y dignidad humana. Aguilar, Madrid, 1980. |