Nos dice Aristóteles que el fin último de toda acción humana es la eudaimonia, la felicidad. Sólo hay un personaje en Un extraño en mi vida (Strangers when we meet, 1960) que parezca acercarse a ella: el escritor y playboy Roger Altar (un extraordinario Ernie Kovacs). Desde luego, ni Larry Coe, el arquitecto de éxito protagonista (Kirk Douglas), ni su esposa (Barbara Rush), ni la mujer que se interpondrá entre ellos (Kim Novak), ni mucho menos el miserable vecino al que da vida Walter Matthau.
Comparada con las grandes comedias de Richard Quine, quizás este melodrama amargo no goce de la debida reputación. Parece pues elección menos obvia que Me enamoré de una bruja (Bell, book and candle, 1958) o Cómo matar a la propia esposa (How to murder your wife, 1965), acaso porque se trata de una cinta menos conocida y porque Quine no es precisamente un artesano que disfrute de su merecido puesto en la no siempre agradecida Historia del Cine.
Sin embargo se trata de una obra de arte sin reservas, donde no caben medias tintas. Si como melodrama tiene, acaso, el empaque de los clásicos de Douglas Sirk, no es menos cierto que su visión de la vida resulta mucho más amarga. De hecho se trata de una de las love stories menos complacientes que se han llevado jamás a la pantalla. La presencia de Evan Hunter, que tiene en su haber otros tantos guiones memorables, le aporta el necesario marchamo de calidad. El libreto cuenta, además, con una precisión matemática sin competencia para la época.
Por otro lado, se trata de una película sobre la arquitectura. Aquella que crea edificios, pero también la de los sentimientos y las acciones humanas. Si en una primera visión resultamos atrapados por la trama de la infidelidad conyugal —y esto es debido al realismo con el que está tratada— por otro lado, el difícil manejo de la arquitectura de las emociones, como decíamos antes, no pasa desapercibida.
Junto a Larry Coe, podemos situar al Howard Roark (Gary Cooper) de El manantial (The fountainhead, 1949) o a Kracklite (Brian Dennehy) en El vientre del arquitecto (The belly of an architect, 1987), que sufre una agónica existencia hasta su final demoledor. La arquitectura necesita de espacios, también los sentimientos. No hará falta insistir en que la propia percepción del espacio en movimiento tiene en el cine su mejor medio de expresión. Richard Quine ejecuta un sobrio melodrama sobre quienes se enfrentan a la realidad, pagando el precio obligado por ello.
Kim Novak está perfecta en su papel de mujer misteriosa y con mucho pasado —ése que la consagraría en Vértigo (1958). En cambio Kirk Douglas va más allá de la perfección, dado que el dramatismo contenido de su personaje está muy lejos de su habitual registro entre alegre y cínico. Interpreta a Larry Coe, un arquitecto detenido en mitad del camino de su vida. Casado con una bella mujer (Barbara Rush), con dos hijos, está en esa zona gris en la que uno descubre que todo aquello que se ha conseguido pesa tanto como aquello a lo que se ha renunciado.
Ejerce su profesión de manera independiente porque todavía tiene aspiraciones. Por eso ya no trabaja para una compañía, lo que supone ingresos menos seguros. Algo que su mujer (Rush da la talla en representación del matriarcado americano) le recuerda en cuanto tiene ocasión. Y aquí es donde se cruzan dos azares en su plácida vida: Maggie (Novak) madre de un compañero de colegio de su hijo mayor, por una parte, y el proyecto de construir una casa para el escritor de éxito Roger Altar (Ernie Kovacs). El contrapunto entre el arquitecto y su cliente no puede ser, en principio, mayor. Coe es la solidez personificada y Altar un cínico playboy. Y sin embargo, es a Coe a quien se le desmorona la edificación matrimonial, mientras el proyecto para la casa de Altar toma pulcra forma.
El affaire de Maggie y Larry toma un giro inesperado cuando él recibe una oferta para moverse a Hawai y asumir el diseño y la construcción de una nueva ciudad en medio del lujoso interior de la isla. ¿Cuál será entonces el rompecabezas para el arquitecto? Está clara la disquisición: sacrificar la emoción por la ambición; dejar de lado sus aspiraciones artísticas para continuar una relación desesperada y furtiva en una comunidad propensa al chisme. El manejo de Quine sobre el reservado personaje de Novak, con su habitual vacilación al actuar —tan propia, por cierto, de esta magnífica actriz— y también el mantener a fuego lento a un Douglas normalmente acostumbrado al exceso, mientras se cuece el que, sin duda, resulta uno de los mejores papeles que jamás haya interpretado él en cine.
Si decíamos al principio que se trataba de una obra de arte, es, lisa y llanamente, porque Quine no permite, pese al glamour de la presentación –y contra lo que es habitual es algunos melodramas de los cincuenta y primeros sesenta- que se erosione ni un poco la astuta apreciación que hace de los suburbios y sus habitantes, antes de que fueran arrastrados por las volátiles energías volátiles de la década venidera.
Todos somos extraños al encontrarnos por vez primera. El prodigio, como arquitectos, estará en diseñar el plano que no derrumbe nuestras propias vidas.