Aparece como siempre a las once horas, cincuenta y nueve minutos y cincuenta y nueve segundos. Mientras flota hacia mi cama con ese halo a medio camino entre algodón de azúcar e imagen mal sintonizada de televisor en blanco y negro no puedo evitar recordar la primera vez que lo vi: podría haberme desmayado de miedo; o haberme tapado con la sábana y haber gritado; si lo pienso ahora, lo fácil hubiera sido encender la luz y salir corriendo. Pero tuve que reaccionar cómo lo hice y desde entonces, cada noche, la misma historia. He probado de todo. Hasta esconderle los naipes. Pero es inútil. Al final los acaba encontrando después de transmigrarse impávido y rebuscar por entre todos los cajones y armarios. Se planta delante de mí con el mazo, y con su cavernosa voz me dice: «Yo reparto». Estoy harto: catorce años jugando a la brisca -y perdiendo-, son demasiados.