Maximiliano era verdugo, pero no lo llevaba bien. No le gustaba matar, no lo disfrutaba. Había perdido la ilusión. Nunca lo hablaba con los colegas del aniquilar, como habría sido lo propio. Se limitaba a escuchar cuando, al acabar la jornada, comentaban los pataleos o las últimas palabras o los deseos ridículos de algunos condenados, pero ni se reía. Y si lo hacía, era sin convicción ninguna. Solo por no ser descortés. Creía sinceramente que se le estaba pasando la vida matando sin ganas.
Su mujer, que lo veía amargado, le proponía que se hiciera cartero, que tampoco cobraban mal. O taxista, que se conocía gente. O cirujano a corazón abierto, que, si se le morían, no era adrede. Pero él se veía ya mayor para cambiar de oficio.
Así, los domingos, que no se ajusticia, salía disfrutón a pasear con su señora del brazo. Como lo hacía a cara descubierta, sin capucha de ejecutar, pues no lo reconocían y lo saludaban como si fuera incapaz de matar a una mosca. Se olvidaba y era feliz el día entero. Pero, al despertar el lunes, volvía a sentirse tan desgraciado, tanto, que parecía dedicarse a cualquiera de las cosas en las que trabaja el resto de la humanidad.