Confesaba el autor vallisoletano que se pasó los años intentando ampliar su existencia a través de la creación de personajes, descubriendo finalmente que aquello sólo le ofrecía la posibilidad baldía de ir saltando de historia en historia, de máscara en máscara. Estaba convencido de que cada protagonista, antagonista o secundario debían ser tan reales y auténticos como cualquier ser humano. El narrador o hacedor de otras vidas no podía permanecer ajeno a nada de lo que escribía y debía involucrarse tanto, que llegara a pensar «no soy así, pero podría haber sido así».
Los personajes en La partida, El Manguero, La Conferencia y siete relatos más, son fruto de una época y de un país. Sí, pues los acontecimientos socio-políticos y económicos marcan generaciones que, a su vez, perpetúan en sus hijos modelos de comportamiento, tradiciones y moralinas que –aunque apesten a naftalina- son difíciles de cuestionar y, sobre todo, cambiar. Puede que por eso la lectura de los mismos sea entretenida, a pesar de no encontrar héroes, ni sucesos extraordinarios en sus páginas; simplemente, todos conocemos a alguien similar e, incluso, nosotros mismos podemos vernos reflejados aunque no estemos dispuestos a reconocerlo.
«Sin el frasco y el naipe, ¿qué sería del marinero en la mar? La mar, muchacho, es un desierto sin arena»[1]DELIBES, Miguel. 1984. La Partida. Madrid: Alianza Editorial, p. 15 y los camarotes huelen a soledad; espacios diminutos donde comparten notoriedad voluptuosas actrices con vírgenes patronas de pueblos, ya sea en fotos manoseadas o en estampas plastificadas y bendecidas. Nada es lo que parece para un jovenzuelo con aspiraciones, tampoco navegar; porque «la mordedura de la vida es como la de un perro rabioso»[2]Ibíd., p. 29, dolorosa y con efectos postreros. La definición de desarraigo está plasmada en La Partida, donde todo el vacío se amortaja con alcohol y apuestas.
Por otra parte, encontramos a Tomás, cuidador de los jardines municipales. Está muy lejos de ser el señor cuidadoso y sensible que podemos tener en mente, ése que acaricia cada pétalo o endereza los tallos torcidos. El manguero es sibilino y malicioso con cualquier germen o signo de impulso vital que se adivine alrededor, tanto que goza abriendo los capullos de las flores con hojas de afeitar y ahogando gorriones con un chorro de agua continuo y torrencial. No obstante, hace bien su trabajo: denuncia a quien pisa el césped e instala carteles donde expresa la obligatoriedad de respeto hacia animales y plantas. Tomás no puede entender que, una vez inventado el tecnicolor, sigan existiendo películas en blanco y negro.
En La Conferencia no sucede nada, pero eso no significa que el autor nos tome el pelo; al contrario, el lector puede abrir todas las puertas que desee a partir de un aburrido acto empresarial. La charla en sí puede abarcar toda la monótona perorata en torno a la cual sobrevivimos cada uno de los mortales, jactándonos de una libertad que no poseemos, sujetos a un sistema hecho por y para los poderosos. Atestada de términos complejos, adormece a un público bien vestido, cansado y deseoso de ganar una lotería que le exima de horarios y mínimos que superar. A ella acude un tipo cuyo único objetivo es calentarse antes de llegar a casa y una chica para quien lo confuso es lo profundo y lo claro, lo superficial. Al conferenciante le molesta el caradura que reposa junto al radiador y a ambos les fascina la joven, y no precisamente por su intelecto o la motivación que muestra hacia el conocimiento, sino por sus caderas redondas.
También, podemos encontrar un lugar en guerra, donde «la metralla abría enormes oquedades en la uniforme arquitectura de la ciudad»[3]Ibíd., p. 60 y un sótano de una funeraria que hace las veces de refugio. Entre ataúdes de distintos precios se sienta la vecindad, aguardando la calma y pidiéndole al cielo que sus casas se mantengan erguidas ante el desastre. Sin olvidar a aquel que necesita una peseta para subir al tranvía pero no se atreve a pedirla, aun sabiendo que ella lo está esperando impaciente y se enfadará ante el retraso. Y a esos otros que pierden el tiempo escuchando un transistor y no encuentran más alternativas a su alcance. O al humilde matrimonio que se enfrenta a un traslado laboral –del marido, como no podía ser de otra manera en la España del cincuenta y cuatro- de una forma contraria: ella, con ansias de liberación, con la ilusa idea de un tránsito de la miseria a la holgura, del veraneo gratis; él, con la firme convicción de que todo seguirá igual. ¿Y el muchacho con el cráneo fracturado que sólo sabe preguntarse cuándo podrá volver a escuchar los compases de El Valiente? Sor Matilde lo mira con condescendencia, mientras le cuenta que ella de niña quiso ser bailarina.
La pluma de Delibes podría tornarse en pincel ya que, en este caso, nuestras manos pueden sostener un libro o un óleo, indistintamente. En él se dibuja –o desdibuja- una crónica nacional donde las clases sociales se distinguen perfectamente y cada suceso forma parte de un jirón de piel. Sonrisas desdentadas, suciedad acumulada en décadas grises, altares y barro. ¿Cómo volver la espalda a lo que fuimos? Ése es el gran error que comete el ser humano, siglo a siglo: olvidar de dónde viene e ignorar hacia dónde se dirige. Por eso, tenemos que leer a los clásicos y también, a los contemporáneos: para no perder la memoria.
Título: La Partida |
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