Las joyas de Madame de… (1953) proporcionan no sólo el eje alrededor del cual gira esta suerte de rondó, elegante y turbador, que es la película, sino también un decisivo substituto de la esencia del arte de Max Ophüls: un objeto de superficies brillantes que, a través de una asombrosa acumulación de pasión, llega a encarnar devastadoras profundidades de sentimiento.
Al comienzo de la película, los pendientes son sólo otra pieza de lujo en el gabinete de la frívola condesa Louise de… (añorada, desde este 2017, Danielle Darrieux); sus gastos extravagantes la han endeudado, así que los vende secretamente y le dice a su esposo, el general André de… (Charles Boyer), que los perdió en la ópera.
En un mundo tan lleno de movimiento como el de Ophüls, sin embargo, las personas y los objetos giran como si estuvieran en órbita, y los pendientes pronto encuentran un camino de regreso a la casa, revendidos a André por el joyero. Muy acostumbrado a los caprichos de su esposa, juega con su farsa y se los entrega a su amante como regalo de despedida, que se pierden rápidamente en un casino de Constantinopla.
Para cuando regresan a París con el barón Fabrizio Donati (Vittorio De Sica) y son recibidos por Louise como muestra de su romance clandestino, los ornamentos han dejado sutilmente de ser de un recuerdo capitalista para devenir símbolo sincero de emoción y, dado que los personajes de Ophüls están hechos para enfrentar las consecuencias de sus actos, también se han transformado en símbolo de tragedia.
Lo evanescente es una parte integral del cine, y puede que ningún otro director lo captase de forma tan lírica y, sin embargo, tan salvaje, como Ophüls. Su cámara precisa y movediza nunca fue más delicada -tampoco su visión del flujo inexorable de la vida más tangible- que en Madame de… Y ahí están, como muestra, las disolutas piruetas del baile entre la condesa y el barón, que forman posiblemente la invocación más graciosa del paso del tiempo jamás representada en pantalla. Mientras que la transición de los pedazos de una carta de amor hasta la nieve que cae fuera, transmite con brillantez la delgada línea que separa lo vívido de lo lúgubre, en un mundo marcado por la fugacidad.
Si Lola Montes (1955) supuso el epítome más lacerado de la carrera de Ophüls, Madame de… significa la expresión más perfecta de su cosmovisión, seleccionando y ampliando imágenes y temas de toda su obra, desde la estructura circular de La Ronde (La Ronda, 1950), hasta los trenes que parten de Liebelei (Amoríos, 1933) o las ventanas que se cierran en Le Plaisir (El Placer, 1952). No fue hasta su regreso a Europa cuando Ophüls cumplió con creces su potencial creativo, realizando cuatro de las obras más elegantes de toda la historia del cine.
Lo que unifica estas obras maestras de la década de los cincuenta es la forma en que su director emplea su enfoque estilístico, tan único y personal, para ofrecer las mayores y más agudas observaciones sobre la fragilidad humana.
Así, en cada película, Ophüls pincha hábilmente el globo de la superficialidad que envuelve a sus protagonistas y se deleita en mostrarnos el complejo mundo interior que yace bajo el pretexto teatral –tales son los orígenes del propio director- y el artificio azucarado. Alterando sutilmente esas convenciones con las que parece estar íntimamente ligado, Ophüls revela una tendencia que hoy podría etiquetarse como postmoderna. Pero el hecho es que sus películas están tan repletas de complejidad textual y temática, que es difícil, si no inútil, caracterizarlas en términos simples.
El pasado de Ophüls -y Madame de… no es una excepción- estaba en el teatro. Antes de convertirse en director de cine, protagonizó más de doscientas obras de teatro y operetas en Alemania, Suiza y Austria. Por lo tanto, no es sorprendente que sus películas ofrezcan una teatralidad patente: los decorados son a menudo grandiosos y están decorados con todo lujo; los movimientos de cámara son elaborados y expresivos; la iluminación está ajustada para maximizar la belleza y la armonía de cada toma…
Con ese arte visual y sublime que le es tan propio, Ophüls imbuye a cada una de sus películas francesas de una gracia y refinamiento incomparables en cualquier otro cineasta. Sin embargo, esa elegancia embriagadora no nos engaña por mucho tiempo: habiendo tejido un tapiz de la mejor calidad, Ophüls lo rasga lentamente y nos muestra la realidad que aparece debajo de él, como si un cuadro hubiese sido pintado encima de otro. Debajo del atractivo brillo de la superficie subyace la verdad. Una verdad cruda, malcarada y temible.
Madame de… es, a juicio de quien suscribe, el mayor logro de Max Ophüls. No es sólo su película mejor compuesta, sino también su exploración más astuta de la psique humana, así como un ataque mordaz a la alta sociedad.
Se nos sumerge en un mundo, el de la aristocracia del siglo XIX, que se asemeja superficialmente a un cuento de hadas. Sus personajes están divididos entre las exigencias de la etiqueta social y sus instintos naturales, incapaces de ceder completamente a sus pasiones y, por lo tanto, destinados a perderlo todo en una vorágine de deseos frustrados. Es evidente a partir de la secuencia de apertura que la heroína ya no ama a su marido, pero tan apegada está al falso mundo de la riqueza y el privilegio que no puede poner fin a esa unión obsoleta y buscar la felicidad en otra parte.
Cuando tal felicidad, por casualidad, golpea a su puerta, bajo el disfraz de un apuesto diplomático italiano, ella es incapaz de abarcarla por completo y simplemente permite que el romance se extinga por su dominante consorte. Los pendientes que, como un talismán maldito, parecen impulsar esta fábula espléndida, simbolizando la relación de poder entre los personajes masculinos y femeninos. La creencia errónea de la heroína de que las joyas son suyas y pueden comprarle algo de independencia se revierte trágicamente al final de la película, cuando se revela su verdadero propósito: son meras fichas con las que un hombre puede poseer a una mujer y nada más.
Ahí está también la conexión íntima con otra de sus obras maestras, ésta rodada en Hollywood, Letter from an unknown woman (Carta de una desconocida, 1948). Mientras allí, la jovencísima soñadora a la que da vida Joan Fontaine, experimenta la realidad al hacerse añicos sus ilusiones románticas, la dama coqueta y mucho más cínica que interpreta Darrieux redescubre, de forma no menos dolorosa, el ardor de un romance que parece desmantelar lo que parece pulcro en la sociedad.
Ambas películas son, no por nada, tragedias del éxtasis y la emoción, más cercanas a las sensibilidades de Tolstoi y Flaubert que cualquiera de las adaptaciones cinematográficas oficiales de sus obras.
Completando su embrujado sentido de la geometría, Madame de… recobra al final sus pendientes, ahora en una iglesia en lugar del tocador, junto al propio romance, tan llorado como exaltado por la cámara rapsódica del genio Ophüls.
Ficha técnica