Me pregunto si ahora mismo es posible escribir sobre otra cosa, dejar de pensar en las matanzas constantes.
Al despertar leemos que ha habido una más, otra distinta a la que leímos cuando nos acostamos. En un colegio, un hospital, un campo de refugiados.
Tenemos imágenes de todas.
Dependiendo de qué cuenta o de qué perfil miremos, el tratamiento de esa imagen será distinto: será una testimonio, un motivo para activar la compasión, un argumento de superioridad en algún debate digital, la prueba de la manipulación, la excusa para compartir otra foto de otra atrocidad como forma de contrargumento, incluso el material para un chiste troll. Si el algoritmo lo permite o si ampliamos nuestra burbuja digital lo suficiente, en cuestión de minutos habremos atravesado todos los tratamientos de esa misma imagen que, pese a su inserción en el acelerado campo de batalla digital, contiene un dolor indescriptible.
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A pesar del aturdimiento que la dinámica de las redes sociales genera, a pesar del adormecimiento impotente que produce sentir que no podemos hacer nada desde nuestra alejada cotidianidad, las imágenes todavía siguen siendo indescriptibles. El lenguaje sigue siendo insuficiente y, a la vez, necesario. Y esa paradoja, que es el núcleo mismo de la escritura, en ocasiones empuja al silencio. Pero me gustaría ser capaz de tomar posición y no recurrir a las mismas palabras, a las mismas formulaciones de siempre, para dar cuenta del horror que está sucediendo mientras escribo.
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La cotidianidad del resto del mundo sigue su curso aparentemente indiferente, aunque probablemente en los debates políticos de los distintos territorios las matanzas también se han convertido en argumentos arrojadizos. Esto inevitablemente conlleva una suerte de banalización de lo que está aconteciendo. Suena escalofriante: el sufrimiento ajeno como argumento para defender una postura política en batallas locales que, en realidad, ante la magnitud del horror, pareciera que carecen de importancia. Todo parece arrojarnos hacia la parálisis o incluso hacia el cinismo.
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Me pregunto si al escribir sobre las matanzas desde mi alejada y segura cotidianidad no estoy contribuyendo a la acumulación de discursos bienintencionados e inútiles.
Porque hay una saturación absoluta de argumentos, contrargumentos, precisiones históricas, insultos, hashtags, manifiestos, pronunciamientos, imágenes, que en realidad se convierten en una espiral sensacionalista de impotencia.
La economía de la atención degenera en un mercadeo de la compasión, donde una audiencia enajenada, ciega a los condicionantes de su propio lugar de lectura y de enunciación, selecciona inconscientemente cuál es la tragedia por la que debe conmoverse y cuál la que intenta justificar. La valoración de un bombardeo como una cuestión identitaria me resulta incomprensible y terrorífico.
¿Es así como nos hacemos cargo del dolor de los demás? ¿Incluso este cuestionamiento es una toma de posición?
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Me posiciono mientras mi impotencia se multiplica junto a mis reacciones en las redes sociales. Pongo likes y comparto noticias que otros comparten. Busco la próxima concentración en la ciudad en la que vivo. Leo todos los testimonios que puedo e intento también entender cuál es el razonamiento que lleva a gente que conozco, que admiro incluso, a tomar una posición opuesta a la mía. Me pregunto todo el tiempo si únicamente leo a expertos y escucho entrevistas que confirman la posición que ya he tomado desde el principio.
Mi cotidianidad culpable y banal se macera en la grandilocuencia de los discursos que consumo: estar del lado correcto de la historia: de forma concreta, ¿eso qué significa? La tragedia es de tal magnitud que el lenguaje inmediatamente se sabe insuficiente. Me pronuncio mientras compruebo el desborde absoluto de las posibilidades de pronunciarse.
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La historia se repite, sí, pero no en su exacta formulación. La historia se repite en las manifestaciones y en los mecanismos del odio aunque el sujeto a eliminar haya cambiado. Las culpas europeas desde el sur global se leen como un elemento más de la imposición de una historia incapaz de descentrarse.
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¿En mi intento de argumentación estoy justificando alguna muerte? ¿Ir exclusivamente al detalle de lo que se dice y cómo se dice me lleva a relativizar la muerte?
El límite quizás sea ese: ningún matiz retórico, ningún análisis del discurso, ninguna toma de posición, debiera acarrear la justificación implícita de una muerte.
Si algo debió enseñarnos la historia es la no justificación, bajo ningún concepto, de las masacres. El abismo al que nos aboca la identificación con discursos que, explícita o implícitamente, justifican matanzas es imparable, el adormecimiento moral a partir de ese punto, un proceso sin freno y sin límites.
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Nada justifica lo que está sucediendo ahora mismo en Gaza. Nada.
[Sin querer, creo que vuelvo al lenguaje de la consignas que me queda y me pregunto si sirve de algo.]
No quiero que el sufrimiento ajeno se convierta en un argumento con el que tener razón, con el que sentirme del lado correcto de la historia: esa suerte de cómodo goce autocomplaciente no es más que una huida de mi egoísta impotencia.
Todo lo que pueda decir carece de importancia ante la magnitud del horror. Pero, al mismo tiempo, hallar las formas del decir que consigan dar cuenta de ese horror, quizás sea lo más importante que, desde mi alejada comodidad, pueda intentar hacer.
Formas del decir que escapen del mercadeo de posicionamientos, de la banalidad de la batallas políticas locales que insertan ese dolor ajeno en un discurso del que sacar rédito político, de la necesidad narcisista de saberse en el lado correcto.
Un decir que logre dar cuenta del horror indescriptible, que sea capaz de hacerle un lugar real al dolor que las imágenes contienen, que logre detener el frenético ritmo con el que nos dirigimos hacia la pérdida irreparable de nuestra humanidad, hacia el adormecimiento moral absoluto y definitivo.
- Todos los gráficos son de www.justseeds.org ↩︎