Su paso es lento, de zancada medida, como si todas las prisas del mundo las hubiese dejado atrás. Como si el tiempo ya no le importara. Su larga y poblada barba, mezcla de blancos y grises, se ve limpia y peinada. El chándal que viste ya tiene uso y las zapatillas perdieron el brillo hace tiempo, sin embargo, no hay descuido en las prendas. Camina con indiferencia, quizá abstraído en sus pensamientos, quizá ajeno incluso a ellos.
A veces me lo he encontrado sentado en la repisa de un ventanal a las puertas del supermercado; junto a él, un platillo con alguna moneda. No pide, pero yo le dejo un par de euros; con amabilidad, me da las gracias; no hay de qué, le digo, y eso es todo lo que hablamos. No sé su nombre, ni de dónde viene, ni dónde vive; no sé nada de él. Sí sé, en cambio, que ese hombre despierta en mí un cierto afecto, y no es compasión, también curiosidad. Me pregunto qué lo habrá llevado a esa situación.
Una curiosidad que se ha tornado intriga desde el día en que lo encontré en la biblioteca. Me sorprendió verlo allí. Y más me sorprendí al escuchar la conversación que mantenía en voz baja con un profesor acerca de asuntos arqueológicos y los términos académicos que empleaba. Lo había tomado por vagabundo, y tal vez lo fuese. Allí mismo me censuré dejarme llevar por las apariencias. Quizá algún día entable conversación con ese hombre.