En la vida hay momentos en los que el suelo parece que se tambalea. Como un puente de madera en el que no tocamos tierra firme. Y sin embargo ahí estamos. De pie pero sin anclaje. Transitando. Esa especie de transición es la que nos muestra la Virgen de Agosto. Un Agosto en Madrid que de algún modo es más bien un paréntesis. Uno que da pie a la improvisación, a la ruptura con la rutina de la urbe y también con la vida de la protagonista, que de algún modo deambula por su propio puente.
La arbitrariedad, la cotidianidad, la falta de un plan están presentes continuamente y acompañan a una mujer que se ve -sin tomar un rol activo – en un cruce de caminos. Al borde de los 33, la edad de Cristo, parece encontrarse envuelta en una transcendencia intrascendente, en la que el pasado es pasado y el futuro está al caer. Todo esto en un Madrid vacío y lleno, de ritmo lento y de fiestas.
Destaca especialmente la actuación de la protagonista, Itsaso Arana, que encarna con naturalidad la parsimonia y la curiosidad de un personaje que se mueve entre lo conocido y lo desconocido, no solo del entorno sino también dentro de sí misma. Una mujer que alberga milagro, que carga con culpas, soledades y placeres. Que se pasea sin rumbo demasiado claro por una ciudad en pausa estival. Que encuentra y a la que encuentran.
La sencillez de los planos y su sutileza acompañan a una trama que también es sutil, una en la que no ocurre realmente nada pero también ocurre todo, como sucede con el verano. Es la ficción integrada en la realidad, con escenarios y extras reales, que participan de la espontaneidad, de la cotidianidad de las vidas en las grandes urbes que se acompañan en su soledad.