Hablar de Rilke es hacerlo de la imagen-síntoma. Algo que pensamos como irrupción del Otro (siempre desconocido, individual e incomprensible) en el Mismo (lo conocido, común e inteligible), y que tampoco deberíamos ignorarlo como irrupción, en lo visible, del Otro.
En Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, cuando la Condesa Schulin, a la que ha marcado el fuego en su castillo, cree que detecta un olor a quemado y todo el mundo comienza a buscar de donde viene, Malte, de repente, siente algo parecido al miedo a los fantasmas: «Comprendí que esas personas manifiestamente mayores, que un momento antes aún hablaban y reían, ahora daban vueltas, encorvadas, y se ocupaban de algo invisible; es decir, admitían que allí debía haber alguna cosa que sus ojos no veían. Y era horrible pensar que esta cosa fuese más fuerte que todos ellos»[1]RILKE, Rainer Maria. 1977. Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. Buenos Aires: Corregidor, pp. 129-130 (las traducciones, aunque siguen la de esta edición, han sido, en ocasiones, retocadas por nosotros). Malte se encuentra en el umbral entre un mundo claro y distinto y el poder de ese «algo invisible». El terror de Malte estriba en que la tranquilizadora delineación entre estos dos reinos podría romperse, en que podría ser el mismo lugar donde ese algo invisible, que entonces ya no sería tal cosa, irrumpiera en lo visible. ¿Pero qué sería entonces? En cualquier caso, algo similar a una erupción cutánea, desfigurante, como la lepra. Un síntoma que lo designaría a los ojos de todos: «Me pareció que eso que buscaban podría brotar de repente en mí, como una erupción; entonces lo verían y me señalarían»[2]Ibíd., p. 130.
Este «ver» no puede aprenderse de una vez por todas y la misma lección del despojo se escapa del tema. Más que una evolución cronológica de las concepciones de Rilke sobre el tema, este «aprender a ver» forma parte de una dialéctica permanente entre el deseo de dominar lo visible y la sumisión a lo visual inmanejable. Dos años después de la publicación de los Cuadernos, Rilke, desde España, escribe a Lou Andreas-Salomé sobre la dificultad que tenía para no ejercer la violencia de la mirada, que consistía en querer apropiarse de impresiones cuya especificidad es precisamente imponerse, sobrecoger al sujeto sin que éste pueda hacer nada al respecto. Uno sólo puede exponerse a las impresiones y dejarlas actuar: no es el ojo soberano el que puede disponer de ellas a su antojo, y uno trataría en vano de asimilarlas por la fuerza, de inscribirlas en la visión y en el propio cuerpo[3]RILKE, Rainer Maria; ANDREAS-SALOMÉ, Lou. 1975. Briefwechsel. Frankfurt am Main: Insel-Verlag, p. 275. Del mismo modo, no es quedándose demasiado tiempo al frente, es decir, escudriñando lo visible hasta el último detalle de acuerdo con una lógica cuantitativa y positivista, como se ve mejor. Al contrario: la imagen es cuestión de un instante, un instante de reconocimiento. Si, en los Cuadernos, la imagen de la pared de la casa demolida es tan fuerte, tan intensa, no es sólo porque Malte se hubiera quedado mucho tiempo frente a ella, anotando todos los detalles para dar una descripción objetiva en la que las impresiones fueran perfectamente completas e inalteradas: «Siempre hablo de este muro. Dirán que he permanecido mucho tiempo delante de él, pero juro que comencé a correr cuando lo reconocí. Pero lo terrible es que lo reconocí. Todo lo que está aquí lo reconozco bien y por eso entra en mí enseguida: está en mí como en su propia casa»[4]RILKE, Los cuadernos…, Op. Cit., p. 57.
El resurgimiento de la imagen que sufrió el poeta no se realiza, por tanto, de la manera feliz que había imaginado sobre Rodin, sino que resulta tan aterrador como verlo a él mismo. El sujeto de la vista no puede tomar posesión de lo visible inmovilizándolo y neutralizándolo como en un cliché fotográfico: es él mismo quien se impresiona y se expone literalmente. En sus cartas a Lou Andreas-Salomé, Rilke ya ha articulado la visión real como un proceso doloroso y más que involuntario. Como Georges Didi-Huberman nos recuerda en su artículo sobre Rilke, «la mirada abre tanto al sujeto como al objeto de ver»[5]DIDI-HUBERMAN, Georges. 2015. Falenas. Ensayos sobre la aparición 2. Santander: Shangrila, p. 184. Didi-Huberman también muestra, en relación con el episodio de los Cuadernos en el que Malte espera su turno en la Salpêtrière, cómo «la memoria evoluciona hacia el síntoma»[6]Ibíd., p. 172, cómo lo que Malte llama «la masa enorme»[7]RILKE, Los cuadernos…, Op. Cit., p. 66 se apodera de él, «adquiere dimensiones descomunales, amenaza con ser como el interior»[8]DIDI-HUBERMAN, Falenas…, Op. Cit., p. 173. Didi-Huberman interpreta esta masa enorme como «una especie de esponja de memoria, una medusa de tiempo inconsciente»[9]Ibíd., p. 173 que, concluye Didi-Huberman, desborda tanto lo decible como lo visible[10]Ibíd., p. 174. Esto es lo que lo convierte en un síntoma: esta imagen-síntoma de la que hablábamos al principio es una imagen reminiscente que irrumpe y prolifera patológicamente en el presente, desbordando lo visible y lo decible, y se encuentra un poco más adelante, en un pasaje donde el narrador habla de sus enfermedades infantiles. Una vez más, el síntoma lleva al sujeto al umbral del Abierto, hasta que la cura le hace recaer en el mundo acordado de los significados comunes.
De esta forma, decíamos, el poeta se encuentra siempre en el umbral entre un mundo claro y distinto y el poder de ese algo invisible. De igual modo, no pocos versos de Rilke revelan otro aspecto fundamental de su reflexión acerca de lo visible y lo invisible, que es la intermitencia, la discontinuidad de lo visible: la aparición siempre se ha vinculado con la desaparición, la aparición con la obliteración y la presencia con la ausencia. Por eso, para Rilke, la aparición es siempre una cuestión de un instante: la imagen siempre aparece soudain,«de repente». Nunca se instala en el tiempo. La presencia intermitente de ese algo, el inquietante entrelazamiento de la presencia y la ausencia, de lo visible y lo invisible, de la aparición y la desaparición, caracteriza parte de su poética. Así, no sólo leemos que algo «de repente ganó énfasis»[11]RILKE, Rainer Maria. 1997. Poemas franceses. Valencia: Pre-Textos, p. 152 o sobre Pegaso «de repente erguido»[12]Ibíd., p. 166, sino que, muy especialmente, su descripción del mar como el «espejo que refleja nuestra figura, de repente / mezclada a lo que atrás se deja mirar»[13]Ibíd., p. 154. La llegada misma a lo Abierto -o mejor dicho, al lugar de lo Abierto- se experimenta en el modo de la borradura de lo visible, siempre con un inevitable poso de angustia o desazón.
Y sin embargo, ver pertenece también a los dominios del deseo. El deseo de ver si algo no es visible no está ahí permanentemente por nuestra propia tendencia a la distracción. Tal vez no tengamos demasiados deseos de ver algo. Porque lo visible no se da por adelantado, no basta con poner los ojos en un objeto para verlo; si es cierto que hay que exponerse a ello, para también en ello complacerse, esto no significa que haya que ser insensible.
Es el deseo de ver lo que hace la presencia.
Nuestros ojos, por lo tanto, habrían sido capaces de ver y hacer ver algo que no está allí, como un equivalente espacial de la memoria: hacer aparecer un lugar aquí es hacer aparecer un momento pasado en el presente. Esta apariencia, que hace presente lo ausente y presente lo invisible visible, está ligada al lugar con tal insistencia (aquí, en este lugar, allí) que parece proceder de este lugar, de este lugar vacío como si fuera él quien literalmente dio lugar a la aparición, la hizo producirse.
Si tratamos de hacer directamente la pregunta esencial, o sea, ¿cómo es tal cosa?, la enumeración de todo tipo de elementos de descripción que son aproximados (más o menos así) o que ya no son más una cuestión de ver, sino de saber, sólo logrará desdibujar la imagen y obstaculizar la imaginación, como en ese Retrato interior en el que Rilke afirma no tener necesidad de ver aparecer su propia imagen, ni siquiera tener que recordarla[14]Ibíd., p. 50. Para ver realmente, no se necesita una profusión de detalles, sino algo así como una intensidad, la intensidad de una experiencia visual que, como los estigmas, se transmite físicamente sin explicación, sin definición, sin descripción.
La vi, Malte, la vi.
Esta frase marca el único relato de Ingeborg en Malte[15]RILKE, Los cuadernos…, Op. Cit., p. 85, aunque precisamente no sea visible allí: «Sólo la podía ver cuando mamá me contaba la historia que yo siempre volvía a recordarle»[16]Ibíd., p. 85. No vemos de una vez, y por una buena razón: la aparición es un acontecimiento y no un estado, la imagen no es lo visible, sino el hacerse visible, el paso o la irrupción de lo invisible en lo visible: la imagen-síntoma. Porque esta es la historia: poco después del funeral de Ingeborg, el perro corre de repente – y es visible para todos – para encontrarse con el ausente. ¿Por qué es este un acontecimiento visual tan intenso que es el único que muestra a Ingeborg a Malte de niña – y por qué Malte de adulta, cuya preocupación central es aprender a ver, quiere escribir esta historia «tal como mamá la contaba cuando yo se lo pedía»[17]Ibíd., p. 88? Parece que esta escena concentra en sí misma varios aspectos fundamentales de lo que Rilke quiere decir. En primer lugar, algo invisible se impone a todos en su inquietante e insistente presencia. Pero en este otro caso, este invisible, al final, no había salido a la superficie, no había causado los síntomas como Malte temía. Aquí, por el contrario, la joven muerta -y, en definitiva, la muerte misma- parece irrumpir realmente en el mundo de los vivos, como si la intensidad de su ausencia fuera una forma de presencia.
El perro en sí mismo no es más que el síntoma visible de una expectativa, de un intenso deseo de ver que se apodera repentinamente de todos los miembros de la familia; un deseo que es tanto más intenso cuanto que resurge del olvido e incluso de la represión: «Habían dispuesto las tazas como si nunca una persona más se hubiese sentado en esta mesa»[18]Ibíd., p. 63, represión que sólo tuvo éxito desde un momento antes de la historia del perro: la madre de Malte había olvidado, de alguna manera, que Ingeborg ya no estaba allí. La llegada de Ingeborg ese día, después de su entierro, es un relato ejemplar del nacimiento de la imagen, la aparición como un retorno de algo que ha sido antes totalmente olvidado (falta la imagen, nos repetirá constantemente Pascal Quignard, porque permanece en reserva de lo visible, antes de la epifanía[19]QUIGNARD, Pascal. 2016. La imagen que hoy nos falta. Valladolid: cuatro.ediciones, p. 42), y por lo tanto, de la imagen como un síntoma. La imagen vuelve a nosotros con mayor intensidad porque se nos ha escapado, pero seguirá escapándose de nosotros sin cesar y volverá a nosotros sin que podamos arreglarla: «Eres tú quien lo mete en horma: / ya un poco a sí mismo parecido, / en su imagen se transforma»[20]RILKE, Poemas franceses, Op. Cit., p. 157 (las cursivas son nuestras). Así pues, la imagen no es estática, no está inscrita en el tiempo, no está a disposición del sujeto; hay que hacer que ocurra, y este trabajo tiene que empezar de nuevo: ver es exigir, como en los Cuadernos, una historia que siempre empieza de nuevo, que se exige. Por lo tanto, no se puede poseer de una vez la visión de algo, sólo se pueden recrear cada vez las condiciones de su aparición.
Ver algo lleva su tiempo: «Me propones que espere, ventana extraña»[21]Ibíd., p. 153.
No nos alargaremos demasiado ya con todo esto, aparte de que este τόπος romántico, más allá de la efusión, es en sí mismo el resultado de una reflexión crítica más profunda de lo que parece (lo incompleto, el fragmento…), pero sí conviene recordar cómo Rilke, en esos ejemplos extraídos, en su mayoría de los Poemas franceses, se distingue sobre todo por la atención que presta a la problemática específica de la imagen, lo visible, lo visual. Es Rilke un poeta que finalmente se resigna a llenar este vacío en expansión, este vacío dinámico y vivo, vibrando con el deseo de ver reflejado en tantos ojos, reemplazando lo visual por lo visible, la inminencia de una apariencia (presencia) por la representación (de una apariencia), y finalmente lo sin nombre por un nombre convencional.
Escribir que se ve, en fin, otra cosa que la que se ve.
Si pensamos a un Rilke mucho más precoz, en su crítica de 1897 al Cristo de Uhde[22]RILKE, Rainer Maria. 1993. Œuvres en prose. Récits et essais. Paris: Gallimard (Bibliothèque de la Pléiade), pp. 661-665, ya estamos cerca de las reflexiones sobre la aparición. En ella, Rilke cuenta cómo el pintor hizo algunos cambios, según la redacción de los periódicos, en su Ascensión, para venderla a la Pinacoteca de Munich. Rilke describe este cambio en términos despiadados como la rendición de un pintor que renuncia a la representación visual del milagro para satisfacer la demanda institucional de una pintura de lo visible. Uhde, al principio, sólo había representado al grupo de aquellos que observan la ascensión de Cristo, comunicando la intensidad de esta visión al espectador del cuadro, a través de esta especie de contagio (este es el término que Rilke usa un poco más tarde) que también operó en la historia de Ingeborg y el perro. El acontecimiento en sí mismo desafía la descripción; el pintor se contenta con indicar el lugar con ese «algo» que produce el milagro visual. Uhde añade algo distinto al lienzo gris que se extendía -vacío, en palabras de Rilke[23]Ibíd, p. 662- sobre los espectadores de la Ascensión. Este vacío en expansión, dinámico, vivo, vibrante del deseo de ver reflejado en tantos ojos, fue lo que el pintor se resignó finalmente a llenar, sustituyendo, lo figurado por la figura, lo visual por lo visible, la inminencia de una apariencia por su propia representación: «Cuando pintó este magnífico grupo, puede que se sintiera un poco abrumado por el entusiasmo de esta gente, pero cuando puso la figura del Salvador bajo sus narices, ya no estaba en medio de ellos. Allí estaba la gente, y aquí estaba el pintor, que había creado un tipo establecido de Cristo»[24]Ibíd., p. 663. El pintor fracasó porque tomó al pie de la letra el deseo de ver, y creyó que podía satisfacerlo donde su deber hubiera sido hacerlo más intenso, agravar la carencia, que por sí sola hubiera podido mostrar esta Ascensión, y colocar eso que está de pie, que permanece en pie (stehen).
También, y en este mismo punto, la lengua alemana nos puede dar una indicación interesante: el verbo «entstehen», que forma parte del campo de «stehen» de la misma manera que «stellen» y «gestalt», no sólo tiene el significado positivo de «surgir», «nacer», «aparecer», sino también el significado más antiguo de «carecer». En cuanto al sustantivo «Entstehen», el primer significado sigue siendo el de «carencia», y el segundo el de «comienzo», de «origen». Así pues, la figura (Gestalt) como lo que surge, lo que aparece, tiene su origen en la carencia, por lo que la apariencia no puede ser representada en su aspecto visible, sino que sólo puede ser presentada en el lugar de la carencia (Stelle) que es lo único que puede producirla. Figurar, entonces, es sólo dar forma al deseo de ver algo. Algo que no sólo obstaculiza el deseo de ver, sino que también neutraliza el entusiasmo como vector contagioso de la experiencia visual, tanto para el propio poeta como para los lectores, de igual forma que si hubiésemos fracasado porque tomamos al pie de la letra el deseo de ver, y creímos que podría satisfacerse allí donde su deber hubiera sido hacerlo más intenso, agravar la carencia, que por sí sola hubiera podido mostrar lo epifánico.
Y desear es precisa, originalmente, no tenerlo ante los ojos: desiderare significa literalmente dejar de contemplar, por lo tanto, notar la ausencia de. Aprender a ver, entonces, significa notar una ausencia en lo visible, una ausencia que afecta a lo visible mismo como una desfiguración potencial (la erupción en la piel de Malte) o como un síntoma. Figurar, pues, es dar al Otro para ser visto a través del desvío de esta alteración de lo visible, pero también a través de la concentración en el lugar (aquí), donde la observación de la ausencia, y por tanto el deseo de ver, se intensificará hasta el punto de producir una posible presencia, la inminencia de una aparición. Esta búsqueda del lugar vacío, desierto, ahuecado, será el centro de las figuras rilkeanas: una apertura hacia lo visible, la obra de una mirada abierta.
Existe, está claro, una relación entre la aparición como una apertura en lo visible y lo que Rilke llama lo Abierto. En este punto, todo Rilke, y para muestra sirven sus Cuadernos de Malte, es una enseñanza sobre la mirada. Así pues, el pasaje sobre la aparición de Ingeborg no es una abdicación ante un misterio insondable ante el cual uno tendría que caer de rodillas. Al contrario, si Malte hace de la escritura de esta historia una especie de ejercicio espiritual, es en el sentido de la disciplina implacable que se impone a sí mismo para aprender a ver. Aprender a escribir. El Otro no es una instancia trascendental que le dictaría algo, o que le daría a una pintura la última pincelada de algún más allá cuya idea Rilke rechaza. El Otro es más bien este Otro de lo visible que se despliega en el corazón mismo de lo visible, y que es tanto más inseparable de él cuanto que es el síncope, el síntoma, el accidente. La intensidad de esta experiencia del Otro de lo visible, tal como se manifiesta en el relato de la aparición de Ingeborg, no es visible en el sentido de que no puede ser representada de forma descriptiva, figurativa, y escapa a toda enumeración de detalles. No está bajo lo invisible (recordemos el eco incesante, letánico: «La vi, Malte, la vi»), por el contrario, para Malte es esta una lección esencial de la mirada.
Aprender a ver es, por lo tanto, aprender a someterse al poder de lo visible.
Título: Los apuntes de Malte Laurids Brigge |
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Referencias
↑1 | RILKE, Rainer Maria. 1977. Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. Buenos Aires: Corregidor, pp. 129-130 (las traducciones, aunque siguen la de esta edición, han sido, en ocasiones, retocadas por nosotros) |
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↑2 | Ibíd., p. 130 |
↑3 | RILKE, Rainer Maria; ANDREAS-SALOMÉ, Lou. 1975. Briefwechsel. Frankfurt am Main: Insel-Verlag, p. 275 |
↑4 | RILKE, Los cuadernos…, Op. Cit., p. 57 |
↑5 | DIDI-HUBERMAN, Georges. 2015. Falenas. Ensayos sobre la aparición 2. Santander: Shangrila, p. 184 |
↑6 | Ibíd., p. 172 |
↑7 | RILKE, Los cuadernos…, Op. Cit., p. 66 |
↑8 | DIDI-HUBERMAN, Falenas…, Op. Cit., p. 173 |
↑9 | Ibíd., p. 173 |
↑10 | Ibíd., p. 174 |
↑11 | RILKE, Rainer Maria. 1997. Poemas franceses. Valencia: Pre-Textos, p. 152 |
↑12 | Ibíd., p. 166 |
↑13 | Ibíd., p. 154 |
↑14 | Ibíd., p. 50 |
↑15 | RILKE, Los cuadernos…, Op. Cit., p. 85 |
↑16 | Ibíd., p. 85 |
↑17 | Ibíd., p. 88 |
↑18 | Ibíd., p. 63 |
↑19 | QUIGNARD, Pascal. 2016. La imagen que hoy nos falta. Valladolid: cuatro.ediciones, p. 42 |
↑20 | RILKE, Poemas franceses, Op. Cit., p. 157 (las cursivas son nuestras) |
↑21 | Ibíd., p. 153 |
↑22 | RILKE, Rainer Maria. 1993. Œuvres en prose. Récits et essais. Paris: Gallimard (Bibliothèque de la Pléiade), pp. 661-665 |
↑23 | Ibíd, p. 662 |
↑24 | Ibíd., p. 663 |