La imagen del antiguo café y botillería de Pombo que captó Solana en 1920 la tengo como el icono de una institución españolísima que lamentablemente ha caído en desuso, como casi todo lo bueno. En torno a Ramón Gómez de la Serna, en semicírculo y alrededor de las copas de la mesa, ilustran la escena unos caballeros hieráticos entre los que distinguimos a Bergamín, Borrás, Bacarisse y otros personajes relevantes de la intelectualidad que ya tampoco nadie recuerda, aprecia y mucho menos valora, pues, como en el cuadro, también han caído en sus propios claroscuros. La recoleta tertulia, sí, es una fotografía frontalista en óleo sobre lienzo que se va apagando en sí misma y en el tiempo, que queda muy atrás y se olvida, como se olvidaron las otras tertulias de El Nuevo Levante, El Universal, El Candelas y tantos cafés que ya tampoco existen. La España perdida, ya digo.
La tertulia es una institución españolísima y centenaria que tuvo su auge en los primeros años del siglo XX y que ahora está en crisis, como todo lo español, tal vez porque somos un país de acomplejados, aunque también seamos, por otra parte, la única nación del mundo que ha desarrollado desde el siglo XIX toda una teoría de la tertulia. Evidentemente no cualquier cosa es una tertulia (he de admitir que yo en los últimos diez años no he asistido a ninguna por debajo del paralelo de Salamanca). Una reunión de mujeres y caballeros con algún propósito común puede ser un partido político, un sindicato, una sociedad mercantil, una logia masónica o un club privado. Pero cuando esa reunión no tiene objetivo alguno, entonces es una tertulia, siempre y cuando reúna algunos requisitos. En un sentido amplio, toda conversación entre tres o más ciudadanos podría considerarse tertulia, pero la tertulia española es mucho más que eso y, como digo, no a cualquier cosa podemos tener por tal. La primera regla de la tertulia es la costumbre: lugar y tiempo fijos. La asistencia no es obligatoria, pero la cita sí debe estar concertada. Incluso se puede pertenecer a una tertulia sin acudir jamas a ella. De ahí que pueda afirmarse que la tertulia es un espacio de libertad absoluta, puesto que uno puede elegir acudir o no, pero siempre con la certeza de que estará reunida en lugar y fecha indicados. Otra regla importante y constitucional: los contertulios ocuparán siempre el mismo sitio alrededor de la mesa. Otra más: nadie es el protagonista ni el dueño de la tertulia. Y otra: es sin ánimo de lucro (ni siquiera el propietario del local debe pensar en ella más allá del prestigio de su servicio público de reunión). Y es que la tertulia no se concreta para garantizarle unos ingresos o un supuesto prestigio a nadie, como tampoco se hace para que nadie, y menos que nadie un Don Ninguno con columna en diario de provincias, se la apropie nominativamente. En cuanto a la conversación, ésta deberá ser general, evitando los apartes. Hay tertulias con tema y sin tema, eso es lo de menos, pero la mayoría son sin tema, habiéndolas habido «de toros», «de fútbol», «de literatura», etc… Hay tertulias abiertas y tertulias cerradas, si bien a estas últimas puede unirse cualquiera, pero siempre bajo invitación de algún contertulio o de todos ellos por acuerdo colegiado. Me viene a la memoria cómo Federico García Lorca, del que hablaré más tarde, siempre rechazaba a dos contertulios por sistema: Ramón Gómez de la Serna, mira tú qué casualidad, al que tenía mucha envidia porque era más ingenioso que él; y Miguel Hernández, al que no consideraba digno por sus orígenes tan humildes («huele a cabra», solía decir de él el amiguísimo de José Antonio Primo de Rivera. Que nadie se espante: miren la fraternidad entre Pi y Verstry, que es mucho más que la normal entre pupilo y alumno, casi rayana con aquel amor que no puede decir su nombre, de Oscar Wilde. No pasa nada).
Es muy importante tener en cuenta que en una tertulia habrá café, cerveza o vino, y quizá algo de picoteo, pero jamás un surtido de viandas, tapas, pinchos o etcéteras que distraigan el natural decurso de la conversación en medio de un sonido ambiente de masticación eufónica y cacofonías crujientes. Una tertulia de personas alrededor de una mesa llena de comida al final de la tarde es un cenáculo, no una tertulia. A mí me han llegado a poner tortilla de hojas de lechuga, lo cual ya redunda en dos aspectos que hacen que la tertulia no lo sea: margen comercial para el figón y cenáculo cutrísimo. Y es que, entendiéndose que se está, ante todo, entre damas y caballeros, ni el protagonismo, ni el dinero, ni las veleidades tienen cabida en la española tertulia. El origen de la palabra tertulia tiene que ver con Tertuliano, padre de la Iglesia, aunque yo creo que es mucha tertulia afirmar que él se llamase así por ser un gran contertulio. Coromines, en su Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana, concede cierta verosimilitud al hecho de que se diera el nombre de tertulianos a las personas más cultas por las alusiones que en el siglo XVII se hacía al famoso teólogo en sermones y cenáculos. Esta referencia a Tertuliano, sigue Coromines, se hacía en parte por los méritos de este Padre de la Iglesia pero parece haber contribuido a ellos la interpretación de su nombre como ter Tullius, el que vale tres veces como Tulio, es decir, como Cicerón. No obstante, el rasgo fundamental de la españolisima institución de la tertulia es su total inutilidad, cosa nada extraña en un país en el que la conversación por la conversación siempre ha sido una de las bellas artes.
Es obvio que la tertulia existe desde siempre pero no lo es menos que su normativa actual se configuró hacia finales del siglo XVIII cuando el escritor y poeta don Nicolás Fernández de Moratín fundó la de la Fonda de San Sebastián en Madrid. Y a poco que repasemos nuestra carpetovetónica cultura podremos comprobar que cuanto de bueno se ha escrito, pintado o retratado en el mundo de la cultura patria ha sido siempre obra de hombres y mujeres que dedicaron algunas horas del día y de la noche a la tertulia. Hasta la revolución liberal tuvo su iniciación en los cafés. Recuérdese El Parnasillo en el café del Príncipe de Madrid, al que junto con Larra, Espronceda, Bretón de los Herreros y otros escritores y artistas acudían incluso políticos. La novela de Galdós La Fontana de Oro lleva el nombre de un café con tertulias político-literarias. En el siglo XX tenemos la célebre tertulia de la cripta de Pombo, dirigida por Ramón Gómez de la Serna; la de Fornos, por la que pasaron Rubén Darío y Jorge Luis Borges; la de El Gato Negro, a la que acudía mi tío tatarabuelo, Jacinto Benavente, acompañado de Ramón María del Valle-Inclán; la de la Granja El Henar que presidía José Ortega y Gasset, o bien la del Lyon, que era la de Lorca, Bergamín, Alberti y otros escritores del 27. Cuando José Antonio Primo de Rivera no se iba a beber güisqui a bares de moda, como el Bakanik, uso frecuente en él tras los agrios debates parlamentarios, solía frecuentar la tertulia literaria de La Ballena Alegre (hoy café Lyon) en la calle de Alcalá, donde había dos reuniones concomitantes en distintos espacios: la suya y la de Federico García Lorca, que también recalaba por el sitio. Allí es donde ambos se conocieron y trabaron una amistad discreta por motivos obvios (a pesar de que José Antonio quería nombrarle Poeta de la Falange, Federico siempre se mantuvo al margen de cualquier posicionamiento político) y el Caballero pudo manifestar ante el Poeta su sincero reconocimiento intelectual, admiración que se plasmaría, entre otras cosas, en facilitarle la subvención para su compañía de teatro cuando Azaña le cerró el grifo. Nadie se extrañe de lo que cuento, pues tan normal era en su época que el líder de Falange intimase con un intelectual excelso, como ahora lo es, al parecer, que un político fatuo de mirada turbia y pasado inexistente lo haga con un ex falangista lavado con Vernel. También, en el caso de Lorca, había varios falangistas entre los integrantes de La Barraca, como falangistas eran todos los miembros de la familia Rosales que escondieron al Poeta en su casa granadina hasta que otros vinieron a por él; y por cierto que también era falangista Romero Murube, el hombre que escondió durante meses al homófobo Miguel Hernández en el Real Alcázar de Sevilla hasta que el orcelitano cruzó a Portugal y fue detenido por los de Salazar, que lo mandaron de vuelta. En fin, cosas que pasan y, como pasan, se nos olvidan.
Hubo una época en la que la importancia de la tertulia fue tan grande que no se concebía que un artista, un filósofo, un escritor o un político no fuera asiduo de una o varias de ellas. De hecho, de un intelectual famoso que criticaba la costumbre de tertuliar y se negaba a hacerlo se decía que «le falta café». Así pues, en respeto a la memoria de los buenos usos y costumbres de la española tertulia, aspira uno a participar algún día no muy lejano en algo que sea digno de tal nombre y suponga también un rito elegante y dandi de intercambio de impresiones, franca amistad, distendida conversa entre ciudadanos educados y, sobre todo, sin jerarquías, cenáculos ni tortillas de lechuga, que eso es de personas a las que les falta café. Y si no café, sí al menos algún hervor.