Aunque consiguió el premio Café Gijón en 1954 por “El Balneario”, Carmen Martín Gaite tuvo que esperar a posteriores publicaciones para que reconocieran el valor de esta novela corta. Puede que se adelantara a su época o que las protagonistas femeninas que entonces gozaban de popularidad fueran heroínas legendarias o lánguidas románticas en compás de espera.
El caso es que la autora juega con la ambigüedad, lo onírico y extraño, confundiendo al lector y ofreciéndole pistas falsas. Resulta muy complicado etiquetar a Matilde Gil de Olarreta; entre otros motivos, porque no hay nadie más con voz o testimonio que aclare, ratifique o desmienta las conclusiones que pueden elaborarse en su lectura. La señorita Matilde no es una invención, sino la viva imagen de una clase social, de una época, de una condición y un género.
De principio a fin la indeterminación domina la trama, como un tejido sinuoso o un limbo intermedio entre la fantasía y la realidad.
De hecho, aunque a posteriori la primera parte pueda describirse como un sueño y la segunda, como el despertar a la certidumbre, ¿no podría ser también al contrario? ¿Por qué rechazamos aquello que se presenta como una pesadilla y tomamos como auténtico el relato de lo cotidiano? Lo habitual es seguro, compartido y aporta una quietud a la existencia contra la que no puede competir lo extravagante, aquello que escapa a nuestra comprensión. El balneario no es más que el cascarón que construimos desde el nacimiento, los grilletes que aceptamos con tal de pertenecer a alguien o a algo.
Matilde –con sus dieciséis apellidos-, es una mujer vulgar, hastiada de la rutina y de la soledad. Podemos creer que la locura es la explicación; sin embargo, simplemente está empapada en aburrimiento, sin alicientes que derramen un poco de vino tinto en su vestido blanco y pulcro. Inventa y llega a alucinar, adentrándose en una realidad paralela que la desestabiliza –a ella y al lector- y atormenta. Carlos es un intruso en este trance; esquivo, dominante, ocultando intenciones que desesperan y estimulan a una señorita de las de antes. La actitud de ésta hacia él es contradictoria, como si encontrara placer en el hecho de no desvelar la auténtica relación que les une: ¿son un matrimonio a la antigua usanza o un par de amantes que huyen del dedo acusador de su círculo más cercano? “Carlos y yo íbamos cogidos de la mano no sé desde cuándo. Todos los ojos se levantaban para mirarnos pasar”[1]MARTÍN GAITE, Carmen. 1993. El Balneario. Madrid: Alianza Editorial, p. 18, como cuando los adolescentes, en sus primeras veces, se cubren de valentía y adquieren el rol de adulto independiente. El corazón les late en la garganta, les sudan las manos y se enorgullecen de su hazaña.
Esos cuchicheos y cucharillas que dejan de revolver el azúcar ante la expectación que produce cualquier acontecimiento inusual son como un coro griego, sentencioso, moralista e inquisidor.
Al fin y al cabo, siempre hay normas no escritas que la sociedad te induce a cumplir, que la masa te recuerda cuando tu memoria o templanza flaquean ante la tentación. El poder del grupo es absorbente, a pesar del individualismo y las ínfulas de libertad que aparentamos. El grupo es el tridente de Poseidón y el rayo de Zeus; son Cloto, Láquesis y Átropos hilando los días con tendencias e imposiciones. Matilde, que en principio quiere unirse al grupo, acaba desprendiéndose de él para buscar a Carlos –su espejismo, su quimera-, que ha huido a través del jardín hacia un molino cercano, dejándola sola. En este momento, el hotel se convierte en una jaula. No puede escapar de ese laberinto repleto de puertas y escaleras que no llevan a ninguna parte y siempre la devuelven al mismo sitio. Se siente “colgada, balanceándose, como una araña de su tenue hilo”[2]Ibíd., p. 29, subiendo, bajando y aturdida, cada vez que encuentra a alguien a quien poder preguntar. Nadie puede ayudarla, a pesar de la cortesía y buenos modales que todos despliegan. Sus miradas la incriminan, la regañan por un comportamiento poco apropiado.
Previamente, Matilde ha deshecho un equipaje inmenso, pesado, repleto de ropa vieja, que vierte un poso de polvo sobre la moqueta de la habitación. El desorden y el caos convierten el habitáculo en un lugar inhóspito, cerrado por una frontera de prendas amontonadas que asfixian a su dueña. Esta metáfora visual es básica para aquel que lee y pretende desentrañar la historia. A través de esta narración, Martín Gaite logra sumar al galimatías inicial una angustia galopante, donde un proceso de búsqueda parece hacerse patente.
“Andaba como a tientas, como sin vida, agachada debajo de negros pasadizos”[3]Ibíd., p. 46con un solo objetivo: encontrar a Carlos, que probablemente había sufrido algún accidente en medio de la naturaleza, al anochecer, ante la atenta mirada de una luna plena y cubierta de cráteres. ¿Se trata de un viaje sin retorno, hacia el ocaso?, ¿es una simple pesadilla, tal y como parece? Sin duda, podemos afirmar que la protagonista se debate entre dos mundos: ¿el de la vida y la muerte?, ¿el de la fantasía y la realidad?, ¿el de la conformidad y el cambio? Quiere gritar y no puede. No despierta, se regodea en ese túnel sin luz que ponga fin a nada o alivie todo.
“Ningún autobús rojo de excursionistas; ningún acontecimiento del mundo exterior, por triste, por alegre que sea, puede tumbar la paz de este balneario, su orden, su distribución, su modorra”[4]Ibíd., pp. 86-87, pues la necesidad del ser humano por compartir cosas y ser aceptado es constante, por los siglos de los siglos; aunque eso signifique renunciar un poco a sí mismos y sufrir las consecuencias. Mientras no nos devore la soledad, siempre podremos admirarla y desearla en determinados momentos.
Título: El Balneario |
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