A finales de los años ochenta, se desarrolló en Italia y en Francia un debate sobre la categoría de comunidad que cuestionaba un paradigma típico de la filosofía contemporánea, por el que el término comunidad se entendía como aquella sustancia que conectaba a ciertos sujetos entre sí, compartiendo una identidad común. De esta manera, la comunidad aparecía vinculada conceptualmente a la figura de lo propio: tanto si se trataba de apropiarse de lo común como de comunicar lo propio, la comunidad permanecía definida por una pertenencia mutua. Sus miembros parecían tener todo cuanto era suyo en común, ser los dueños de su comunidad. Contra esta, digamos, avería conceptual, se sucedieron una serie de textos, tales como La Comunidad Desobrada (Jean-Luc Nancy, 1983) o La Comunidad Inconfesable (Maurice Blanchot, 1983), hasta llegar a La Comunidad que Viene (Giorgio Agamben, 1990). Los tres, por citar sólo algunos de los libros más célebres, incidían, de una manera u otra, en el concepto de comunidad como una suerte de alteridad constitutiva que la alejaba de toda connotación identitaria. Es decir, hay un intento de esfuerzo común por pensar la comunidad, algo que llega hasta el mismísimo Bataille.
Así, escuchamos a Blanchot, por ejemplo, decir que «a partir de un importante texto de Jean-Luc Nancy, quisiera recuperar una reflexión nunca interrumpida […] sobre la exigencia comunista, sobre las relaciones de esta exigencia con la posibilidad o la imposibilidad de una comunidad en un tiempo que parece haber perdido hasta su comprensión (empero, ¿no está la comunidad fuera del entendimiento?), finalmente, sobre el defecto de lenguaje que tales palabras -comunismo, comunidad- parecen incluir, si presentimos que llevan consigo algo distinto de lo que puede ser común a los que pretenderían pertenecer a un conjunto, a un grupo, a un consejo, a un colectivo, aunque fuera negándose a formar parte de él, cualquiera que sea la forma de dicha negativa»[1]BLANCHOT, Maurice. 1988. The Unavowable Community. New York: Station Hill, p. 1.
De las palabras del insigne Blanchot puede extraerse, por tanto, que existe un debate -desarrollado en los últimos veinte años, especialmente en Italia y Francia-, en torno al concepto de comunidad y que comenzó con la publicación de La Comunidad Desobrada. El libro de Nancy parecería obedecer, citando a Derrida, a su carácter polisémico, a «nuevas posibilidades gramaticales, retóricas, lógicas y así también filosóficas»[2]DERRIDA, Jacques. 1997. Como no hablar y otros textos. Barcelona: Proyecto A Ediciones, 1997, p. 39.
Sea como fuere, la intención de Nancy es la siguiente: tomar nota de la dificultad de definir unívocamente una noción de comunidad (o bien común), ya que «el más importante y más penoso testimonio, el que reúne tal vez todos los demás testimonios que esta época está obligada a asumir […] es el testimonio de la disolución, de la dislocación o de la conflagración de la comunidad»[3]NANCY, Jean-Luc. 2001. La Comunidad Desobrada. Madrid: Arena Libros, p. 13, y terminarla con una representación de la comunidad que la configure como una esencia preexistente a realizar. Nancy es consciente de las dificultades a las que se enfrenta: es necesario, en primer lugar, «despejar también el horizonte que está detrás de nosotros […] interrogar esta dislocación de la comunidad considerada como la experiencia en la que los tiempos modernos se habrían engendrado»[4]Ibíd., p. 25.
La historia siempre ha sido pensada en el contexto de una comunidad perdida, ejemplificada de infinitas maneras y paradigmas: familia natural, polis ateniense, Res publica romana, primera comunidad cristiana, corporaciones, municipios o cofradías. Distinguida de la sociedad (que Nancy define como una simple asociación y reparto de fuerzas y necesidades) y opuesta a la dominación (que disolvería la comunidad subyugando a los pueblos), esta communĭtas se define no sólo como la comunicación íntima de sus miembros entre sí, sino también como la comunión orgánica de sí misma con su propia esencia.
En todos los momentos de la historia occidental, el sentimiento dominante ha sido siempre el de la nostalgia de una comunidad más arcaica y ahora perdida, desde Ulises hasta el cristianismo, hasta el punto de que «la comunidad bien podría ser, al mismo tiempo que el mito más antiguo de Occidente, el pensamiento totalmente moderno de la participación del hombre en la vida divina: el pensamiento del hombre que penetra en la inmanencia pura»[5]Ibíd., p. 27. La comunidad no es lo que la sociedad habría perdido, sino «lo que nos sucede -pregunta, espera, acontecimiento, imperativo- a partir de la sociedad»[6]Ibíd., p. 29.
Este reconocimiento se hace con la intención de desbaratar la comprensión esencialista de la comunidad. De hecho, predisponer una esencia para ser realizada es la forma en la que, según Nancy, Occidente ha pensado hasta ahora en las condiciones de posibilidad de una comunidad: la comprensión esencialista de la comunidad coincide con el intento de dar una definición esencialista de la comunidad. A lo largo de un camino fuertemente marcado por el Mitsein de Heidegger y el être avec de Bataille (el ser-con, en definitiva), la comunidad no es concebida por Nancy como lo que pone en relación a ciertos sujetos, sino más bien como el ser mismo de esa relación.
Decir, como lo expone el filósofo bordelés, que la comunidad no es un ser común, sino el ser común de una existencia que coincide con la exposición a la alteridad, significa poner fin a todas las declinaciones sustancialistas, de carácter particular y universal, subjetivo y objetivo. Nancy escribe: «la cuestión de la comunidad es la gran ausente de la metafísica del sujeto»[7]Ibíd., p. 17.
El mismo Nancy destaca, en el prefacio a Communitas, el libro de Esposito, recordando la violencia intercomunal (Bosnia, Kosovo, Irlanda o el Congo), cómo esta proporciona un eco de muerte al nombre de comunidad[8]NANCY, Jean-Luc. «Conloquium», en Roberto Esposito. 2000. Communitas: origine et destin de la communauté. Paris: PUF, p. 4. Y sin embargo, reafirma la necesidad interna de que esta misma deriva nos lleva a repensar el cum como lo que debemos responder. También porque, recordando la suma del ego de Descartes, que se traduce en ego cum, el mismo ego es inconcebible sólo en relación con los demás. Lo que todas las formas de comunidad industriosa tienen en común es el diseño del yo como la realización de la esencia, es decir, la vaguedad de lo absoluto. ¿Pero qué es el absoluto? El absoluto es el sin relación.
La comunidad que se construye laboriosamente es una institución que contiene, que guarda dentro de sí la esencia. El rasgo común de todas las comunidades del absoluto es que coloca algo (una idea, una cosa o una persona) como non plus ultra, como epifanía de la esencia, precisamente porque incorpora algo que va más allá de su finitud como cosa o persona. La comunidad laboriosa, obrada, coincide con la presentación en la mejor de las formas de algo que en sí mismo no tiene forma: es en realidad una esencia, que siempre está más allá de la forma, pero de la que la entidad comunitaria se ha apropiado de manera satisfactoria. La laboriosidad de esta comunidad consiste en aceptar esta esencia en sí misma y en canalizarla de una forma concreta: es una esencia que siempre está más allá de la forma, pero de la cual la entidad comunal se ha adaptado satisfactoriamente. El trabajo de construcción de la comunidad es esencialmente un trabajo de apropiación y formación de la esencia preparada. Aunque la sociedad sea lo menos comunal posible, no puede haber ninguna comunidad: «La comunidad nos es dada —o somos dados y abandonados conforme a la comunidad: es un don que hay que renovar, que hay que comunicar, no es una obra que hay que hacer»[9]NANCY, La Comunidad Desobrada, Op. Cit., p. 68.
Un munus, recalca Esposito, cuya semántica remite la comunidad a una dimensión ajena a la de lo propio, porque lo común es justamente lo opuesto a lo propio, es lo que no es propio, lo que empieza allí donde termina lo propio[10]ESPOSITO, Roberto. 2000. Communitas: origine et destin de la communauté. Paris: PUF, p. 16. Algo que está siempre en relación con los demás y que al mismo tiempo nos recuerda nuestra alteridad constitutiva por nosotros mismos. Nancy, con su definición de comunidad desobrada, remarca una comunidad que no pone ninguna comunidad en acción. Es por esta razón, escribe el filósofo, que desde entonces ha continuado cambiando el léxico que usaba en la dirección de ser-comunal, de estar juntos, de la partición, para llegar a estar con.
Entonces, ¿cuál es el vínculo entre la comunidad y la coexistencia? Tal cosa la desarrolla Nancy, de forma fructífera, en Ser Singular Plural: «Lo que existe, lo que es, desde que existe, coexiste. La co-implicación de coexistencia es la división de un mundo. Un mundo no es nada externo a la existencia, no es la suma extrínseca de otras existencias: un mundo es la coexistencia que los des-existe juntos»[11]NANCY, Jean-Luc. 2000. Being Singular Plural. Stanford: Stanford UP, p. 29.
Para Nancy, la comunidad no es una relación abstracta o inmaterial o una sustancia común: la comunidad es un ser en común, estar con el otro o estar juntos. Soy «yo» sólo si puedo decir «nosotros». La comunidad es una participación en la existencia.
La cuestión del ser -y el significado del ser- se convierte en la cuestión de estar con y estar juntos. En esto identifica Nancy el significado de la inquietud moderna, que no tiene nada que ver con una crisis de la sociedad, sino con una especie de mandato que la socialización de los hombres se dirige a sí misma, o que recibe del mundo: «Tener que ser sólo lo que es, pero finalmente tener que ser él mismo el ser como tal […] En cierto sentido, siempre es la situación occidental del principio la que se repite, siempre es el problema de la ciudad, cuya repetición ya ha marcado los mejores y peores momentos de nuestra historia. Hoy en día, esta repetición se reproduce en una situación cuyos dos datos principales forman una especie de antinomia: por un lado el despliegue de un mundo, por otro la desaparición de sus representaciones»[12]Ibíd., p. 35.
Esto implica un cambio en las relaciones entre filosofía y política. Si bien por un lado ya no se trata de una sola comunidad, de su esencia, de su cierre o su soberanía, por el otro lado ya ni siquiera se trata de subordinar la comunidad a los decretos de otra soberanía. La socialización no es un desagradable -pero inevitable- accidente. La comunidad está desnuda, pero es imperativa. Así pues, por una parte, el concepto mismo de comunidad se desgarra y por ello, lo subnacional, lo paranacional y las diversas dislocaciones de lo nacional en general, esas tempestades de la identidad, emergen de forma multiforme y caótica.
Por otra parte, el concepto de comunidad parece perder todo contenido excepto el de su propio prefijo, el cum, el con sin sustancia ni vínculo, despojado de interioridad, subjetividad y personalidad. De una forma u otra, la soberanía no es otra cosa que el con, como tal: algo siempre inacabado, pendiente, en curso. También, de una forma u otra, la soberanía desnuda presupone que nos distanciamos del orden filosófico-político y de la filosofía práctica: no para favorecer un pensamiento despolitizado, sino para favorecer un pensamiento que devuelva a la obra la constitución, la imaginación y el sentido mismo de lo político, o que nos permita retractar su perfil en su propia retracción. De hecho, la retracción de lo político no significa su desaparición. Significa, en todo caso, que el presupuesto filosófico de todo cuanto es político-filosófico (esto es, siempre un presupuesto ontológico), desaparece. Este supuesto puede adoptar diferentes formas: puede consistir en pensar en el ser como comunidad y en la comunidad como destino, como ha demostrado la historia del siglo XX en sus peores declinaciones totalitarias, o puede consistir en pensar en el ser como precedente y externo al orden de la sociedad, y en pensar en este último como la externalidad accidental del comercio y el poder. Pero, de esta manera, estar juntos nunca se convierte en el tema y problema de la ontología: «la retracción de lo político es el descubrimiento, la desnudez ontológica del ser-con»[13]Ibíd., p. 37.
Sin embargo, a pesar de la fertilidad teórica de este pasaje, un problema sigue abierto, irresuelto. Al sustraer la comunidad del horizonte de la subjetividad, Nancy hizo extremadamente problemática su articulación con la política – aunque sólo fuera por la evidente dificultad de imaginar la política de forma completamente externa a una dimensión subjetiva- y mantenerla así en una dimensión necesariamente no política. Entonces, el discurso sobre la comunidad sigue oscilando entre una declinación política, pero de resultado regresivo -la postura nacionalista de las pequeñas patrias de la tierra y la sangre- y un modo teóricamente fértil pero políticamente intraducible.
Se ha discutido mucho sobre la supuesta apoliticidad del pensamiento de Nancy. El filósofo es consciente de la dificultad que plantea su discurso y trata de ponerle fin cuando afirma, en las últimas páginas de La Comunidad Desobrada, que el político no debe operar una comunión o fortuna perdida, es el trazado de la singularidad, de su comunicación, de su éxtasis. En este sentido, «político querría decir una comunidad que se consigna al desobramiento de su comunicación, o en cuanto destinada a dicho desobramiento: una comunidad que hace conscientemente la experiencia de su partición. Alcanzar tal significación de lo político no depende, o no simplemente en todo caso, de lo que se llama una voluntad política. Esto implica estar ya comprometido en la comunidad, es decir, hacer, de la manera que sea, la experiencia de la comunidad en cuanto comunicación»[14]NANCY, La Comunidad…, Op. Cit., p. 77.
Nancy subraya la necesidad de tener que decidir -y de qué modo y manera- estar en común, de cómo permitir que nuestra existencia exista y se convierta en historia. No siempre es una decisión política, pero es una decisión sobre lo político: si permitimos y cómo permitimos que nuestra otredad exista junta, para ser inscrita como comunidad e historia. Hay algo en Nancy que nos lleva a pensar que, si decidimos hacer – escribir – la historia, exponernos, es decir, a la no presencia de nuestro presente y su venida (como futuro que no es un presente que sucede, sino la venida de nuestro presente), la historia terminada será esta decisión infinita hacia la historia.
Cada día es también la oportunidad de espaciar el tiempo y decidir qué tiempo ya no es tiempo, sino nuestro tiempo.
Título: La comunidad desobrada |
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Referencias
↑1 | BLANCHOT, Maurice. 1988. The Unavowable Community. New York: Station Hill, p. 1 |
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↑2 | DERRIDA, Jacques. 1997. Como no hablar y otros textos. Barcelona: Proyecto A Ediciones, 1997, p. 39 |
↑3 | NANCY, Jean-Luc. 2001. La Comunidad Desobrada. Madrid: Arena Libros, p. 13 |
↑4 | Ibíd., p. 25 |
↑5 | Ibíd., p. 27 |
↑6 | Ibíd., p. 29 |
↑7 | Ibíd., p. 17 |
↑8 | NANCY, Jean-Luc. «Conloquium», en Roberto Esposito. 2000. Communitas: origine et destin de la communauté. Paris: PUF, p. 4 |
↑9 | NANCY, La Comunidad Desobrada, Op. Cit., p. 68 |
↑10 | ESPOSITO, Roberto. 2000. Communitas: origine et destin de la communauté. Paris: PUF, p. 16 |
↑11 | NANCY, Jean-Luc. 2000. Being Singular Plural. Stanford: Stanford UP, p. 29 |
↑12 | Ibíd., p. 35 |
↑13 | Ibíd., p. 37 |
↑14 | NANCY, La Comunidad…, Op. Cit., p. 77 |