Nos vemos los miércoles y los viernes. Nos sentamos en la mesa, tú siempre en el mismo sitio y yo también. Nadie estableció los lugares, nunca dudamos sobre el espacio que nos correspondía a cada una. Levantas los brazos, me miras, estiras el izquierdo lo tensas en ángulo de cuarenta y cinco grados y entonces despliegas el dedo índice apuntando hacia la pared, flexionas el brazo derecho lo colocas a la altura del codo del izquierdo dibujas un gatillo imaginario y colocas el índice de la mano derecha dentro. Una postura perfectamente estudiada, la tensión justa, tus brazos se han convertido en una escopeta regia. Hay belleza por la plasticidad del cuerpo y es que intuyes de forma natural que el gesto meditado despliega un halo de sensualidad en su representación colectiva. Un cuerpo que muta en cosas.
Me miras desafiante mientras dices: “no hay que cerrar los ojos, todos los demás cuando aprietan el gatillo cierran los ojos y por eso nunca cazan nada, yo no los he cerrado ni una sola vez. Mira, mira como los abro para que no se cierren, aunque los fuerce”. Mantengo tu mirada desafiante, después de todos estos meses sé que lo único que puedo hacer es aparentar calma, no ceder a tus provocaciones.
Cojo el boli, pero se me cae, tengo las manos heladas y no pueden agarrarlo con la suficiente fuerza. Cada vez es más recurrente esta torpeza, mientras tu cuerpo intenta gestionar la tensión, el mío se entumece. Se vuelve mórbido, pierde el equilibrio. Me avisaron de los síntomas, pero siguen siendo igual de sorprendentes cada vez. Sé que en algún momento el dolor se va a alojar permanentemente junto al ya inevitable desvanecimiento de la carne. Tiemblo de frío mientras vuelves a un estado de reposo, la silueta de la escopeta se ha quedado flotando en el ambiente, ahora es una ilusión óptica.
Faltan todavía 45 minutos para que termine nuestro encuentro. Has visto cómo se me ha caído el bolígrafo, pero no has dicho nada, aunque ahora tu mirada baja hasta la mesa donde se encuentra éste y tu rostro esboza, dibuja, perfila una media sonrisa. Sabes que yo sé que conoces mi “secreto”.
Te levantas lentamente, te diriges a la ventana, me dices: “shhhhhh…ahí al lado de aquel árbol hay un zorzal”, entonces yo veo un pájaro color pardo moteado, dando saltitos alrededor del árbol y me enternece que no tenga voluntad, un cerebro programado para hacer lo que tiene que hacer como pájaro, envidio su falta de libertad. Llevamos solo unos cuantos segundos mirando al zorzalillo y me vuelvo y te veo, puedo oír tus pensamientos asesinos, tu estrategia bélica, tú ves una presa, yo un ser sano con las cosas claras.
No puedo resistir el escalofrío y busco el radiador torpemente, cada movimiento revela mi desposesión, no me acostumbro. Has tenido que notar algo, te apresuras a tu lugar en la mesa. Solo queda media hora, compruebo mientras yo también me siento en mi silla.
Sé que en algún momento vas a empezar a cantar mientras me miras fijamente a los ojos, al principio me interesaba por esta expresión artística repentina, ahora he perdido todo interés, que cantes supone que falta menos para que nuestro encuentro acabe y eso me reconforta. En esta liturgia los pasos del rito están cronometrados y efectivamente es el momento del cante: “Cuando el hombre descubrió la pólvora se acabaron los cobardes”, este estribillo es recurrente, a veces me sorprendo cantándolo en casa con los niños, y entonces veo con claridad cómo después de cada encuentro no te vas del todo, impregnas mis células, mi mente secreta.
Empiezo a leer el libro que tenemos que leer por la página en la que lo dejamos la última vez, sólo quedan 15 minutos, con esto cumpliremos lo pactado y después podremos despedirnos cordialmente, seguir con nuestras vidas como si todo esto fuera un paréntesis temporal, un castigo. Te leo :
Pero Jerjes no ganó la guerra, ¿verdad?, pregunta inquietante la niña, consciente ya de que los acontecimientos suceden en dos sitios al mismo tiempo: un orden que llamamos Cuento y un desorden que llamamos pomposa y fraudulentamente Realidad. Dos dimensiones, por cierto, cuya misteriosísima relación sigue siendo indescifrable para los adultos. Heródoto trenzó los dos en su obra, sin que a veces puedan distinguirse bien sus hilos.1
- Santiago Alba Rico, Leer con niños, literatura Random House