Nadie le encuentra explicación alguna, pero el baúl vuelve a estar cada vez más vacío. Es un misterio que sacude al orfanato de tanto en cuanto, pero a la chiquillada tampoco les preocupa en exceso; para eso está el hambre. Sancho aprovecha cualquier distracción para afanar los juguetes del interior y librarse de ellos. Lo hace de madrugada mientras todos duermen. Teme que alguien ate cabos y sea capaz de señalar su culpabilidad a través de las rendijas de sus ojeras, pero como siempre a nadie les llaman la atención; para eso están sus cardenales. Cada poco los clérigos los mandan a postular, y cuando la gente responde y llena la limosnera lo pasa mal: entre las donaciones y lo que se compra vuelve a no caber en el arca. No quiere desprenderse de los nuevos muñecos y cachivaches hasta que el ejército de expósitos se harte de las novedades y acabe por olvidarlos, como de costumbre, obsesionados en patear un balón de trapo. Necesita que nadie vaya a buscarlos. En conclusión, una retahíla de domingos por delante con demasiadas horas de patio, de curas en clausura rezando, de niños jugando aquí y allí, y de matones de medio pelo siguiéndole el rastro para pegarle mientras él, por la cuenta que le trae, prefiere encomendarse al escondite inglés.