Noviembre 2025
Claro que hubo anuncios, augurios, señales, profecías. Echando la vista atrás, supongo que debí haberlas advertido. Pero, mecido por la brisa del estío, no observé ningún mal presagio. Estuvieron, sí, las caminatas en familia por el campo, aquellos largos paseos durante los cuales mi padre comenzó a manifestar una súbita obsesión por las almendras; esos descansos al borde del camino en los que esquilmaba cualquier árbol viejo y raquítico que ni siquiera los campesinos se habían parado a considerar. Todos respondíamos a su extravagancia con humor, pese a que nos hacía esperarle más tiempo del razonable. A nadie se lo ocurrió pensar que su comportamiento era un índice de algo mayor, la señal visible de un corrimiento de tierras subterráneo. Recuerdo a mi hijo regañando a su abuelo cariñosamente, recordándole que el propósito de estos paseos era capturar renacuajos de las acequias —como él quería—, no recoger almendras resecas. «¡Ay, abuelito!», suspiraba entonces, y con falso fastidio dirigía sus ojos al cielo, como si él fuese el adulto y mi padre el niño de cuatro años.
Mas permanecía, aún, su silencio, su rictus impasible, su insistencia en llenar sus bolsillos de almendras. Tanto era así que, cuando llegábamos a casa, radiantes pero cansados, el cuerpo de mi padre parecía el de un espantapájaros, deforme como estaba y lleno de bultos. Nadie sospechaba todavía que los frutos que atesoraba habían reemplazado ya su corazón y su cerebro.
También permanece en mi memoria su extraña actuación durante un juego que le propusieron mis hijas. Animadas por las bromas de su abuela, una tarde las niñas fingieron ser periodistas que reportaban el extraño comportamiento de su abuelo: «Teólogo jubilado roba almendras en los campos», titularon en su falso noticiario. Le hicieron una entrevista con el teléfono móvil, en la que lo retrataron como alguien que hubiese perdido el juicio. Impacientes por cazar renacuajos, mi hijo y yo nos habíamos adelantado respecto al resto del grupo, así que sólo pude escuchar las palabras de mi padre tal y como me las trajo el viento; pero me sorprendió lo verosímil que resultaba su actuación. Como corresponde a un teólogo, mi padre es un hombre recto, disciplinado, poco dado al fingimiento y la improvisación. Cuando hoy reviso la entrevista, me doy cuenta de que tanto sus gestos como sus respuestas fueron justamente aquéllas que hubiera dado un anciano que hubiera perdido, en efecto, la cabeza. «A ver si aprendéis algo de provecho en vuestras vidas, como es coger almendras», fue su primera contestación. Al decir esto, amenazaba a sus nietas con un palo. Su voz poseía la acritud de las almendras amargas. No había comedia: su cuerpo exudaba rencor.
Cabe destacar en este punto que —como repetidamente se quejaba mi madre— cuando llegábamos a casa mi padre no hacía nada provechoso con su colecta: no las pelaba, no las rompía, no las asaba, no les ponía sal, no se las comía ni las compartía con nosotros. De haberlo hecho, tal vez hubiese recibido más generosidad de parte de su familia. En vez de esto, se limitaba a vaciar sus atiborrados bolsillos sobre la negra tapa del pozo, donde dejaba secar las almendras al sol.
Y ahí permanecen todavía, ennegrecidas por la humedad del invierno.
De haber sospechado yo la naturaleza de las fibras con las que mi padre construía el hilo de sus ideas, y de cómo éstas acabarían por manifestarse en su acción, habría evitado por todos los medios que mi mujer siguiera comprando aquella loción. Pero, en circunstancias normales, su olor me resultaba irresistible. Dejad que me explique, pues me estoy adelantando. Como sabéis, existen aromas para cada cuerpo y cuerpos cuyo olor natural, lejos de ser suplantado, se enriquece y dignifica con determinados afeites. Así le sucede a mi mujer con las lociones de almendra; y así les sucede, también, a mis tres hijos, que parecen haber heredado el equilibrio de la piel materna. Cuando, después de la ducha, vienen a mí limpios y perfumados, su fragancia forma una cáscara que sólo pueden retirar mis besos. Y besos les doy, por supuesto, para darme cuenta de que detrás de esa cáscara hay otra cáscara, o lo que es lo mismo, de que la cáscara no es tal, porque en realidad es fruto; de que debajo de la piel sólo tenemos otra piel, que es un órgano profundo; de que la fragancia no es ungüento que viene de fuera, sino un destilado que viene de dentro (tal es la propiedad de los buenos perfumes, que huelen como lo hace el corazón), y de que, por lo tanto, no cabe distinguir los cuerpos de la loción que se esparce por ellos, como una fina tela de seda.
No, ninguno de estos razonamientos me preparó para la desagradable sorpresa de aquel mediodía de agosto en el que llegamos a casa después de una mañana de compras. Habíamos dejado a mi padre con los nietos a su cargo. Desde la misma entrada, con las bolsas colgando aún de mis brazos, distinguí la figura de mi hijo pequeño atado de pies y manos, embadurnado con su loción de almendras, refulgente cual becerro dorado, yaciente sobre la tapa del pozo donde mi padre dejaba secar su cosecha. A su lado, mis hijas ejercían de sacerdotisas, ataviadas con sacos de esparto. Mi padre rezaba. En cuanto nos vieron llegar, las niñas gritaron: «¡Papá! ¡Mamá!», y abandonaron el papel que su abuelo les había asignado en aquel teatrillo del horror. Obediente como es, diligente como un santo, mi hijo permanecía en su sitio, y todavía sonreía cuando llegué para desatarle las cuerdas (aunque, para entonces, el creciente calor había empezado a congelar su sonrisa).
Cuando le pedí explicaciones, mi padre sólo supo hablarme de la vejez, de la juventud, de un tal Isaac, de Abraham, de no sé qué historia bíblica…
Noviembre 2025
Luis S. Villacañas de Castro
Soy doctor en Filosofía y profesor de la Universitat de València. Me interesan los diferentes mecanismos de transformación social, especialmente el educativo. He publicado "De Kafka a Dewey: Una autobiografía educativa" (Ediciones Antígona) y más recientemente el libro de cuentos "Los niños suicidas y otras catástrofes", en la editorial Guillermo Escolar de Madrid. En ambos casos, muchas de sus secciones y relatos vieron su primera versión en Amanecemetropolis.