Cuando el ‹‹Game Over›› apareció en la pantalla hurgó desesperado en el bolsillo de su pantalón hasta que tropezó con su última moneda. La enorme cuenta atrás que ocupaba ahora el centro de la imagen solo le concedía diez segundos para continuar la partida. No podía dejar de pensar que el encargado del local le había dicho que mañana vendrían a llevarse la máquina. Ya nadie la jugaba.
El monitor volvió a brillar, el musculoso héroe abatido hacía escasos momentos se levantó del suelo como por arte de magia con el tanque de vida hasta arriba, y él lo dirigió con sus adolescentes manos agitando la palanca y presionando todos los botones en una suerte de combos imposibles; el jefe final lo derrotó como tantas otras veces.
La secuencia que se mostraba entonces era la del villano llevándose a la chica, un amasijo rubio de pixeles que gritaba desesperada. Había perdido la cuenta de las pagas y semanadas que se había dejado intentando rescatarla; al final para nada. Nunca sabría cómo acababa el juego, aunque a ese respecto siempre había tenido una corazonada.
Media vida después, cansado de sus equivocaciones, del aburrimiento, de la monotonía insustancial, sumido en la crisis de los cuarenta y hastiado de su perenne soledad, contactó con un anticuario. Por un precio nada razonable volvía a estar delante de aquella recreativa, aunque esta vez en su propia casa. Cuando por fin se pasó la última fase y derrotó al abyecto secuestrador, la pantalla fundió a negro. Sin más.
Confió en su instinto y mantuvo la calma. Notó entonces que alguien le abrazaba por la espalda y le daba las gracias. Antes de girarse ya sabía de quién era la melena dorada que se precipitaba sobre sus hombros. Satisfecho, apagó para siempre la máquina.