Desde el otro lado del planeta se extiende un cordón transparente que mantiene unido el corazón de mi abuela con el de un señor australiano.
Mi familia está acostumbrada: tratamos de no pisarlo para ir al baño cuando la mecedora está instalada en el salón. Pero cuando vienen visitas es otro cantar: resulta difícil explicarles lo del cocodrilo que se comió al abuelo por salvar a un aborigen, lo de la magia maorí y lo de que si se estropea ese lazo que tanto les cuesta percibir atravesando las baldosas, la abuela se morirá de tristeza y nosotros de vulgaridad.