La sonrisa de piedra acaba por deshilacharse tras horas hilvanada en sus labios callados y tristes. Llorar no teje corazas, gritar no proyecta escudos. Sólo el silencio aísla el cobre del corazón cuando el cansancio y el dolor se vuelven insoportables. Escarchar la voluntad y el pensamiento, bloquear el tiempo, emborronar los colores se convierten en gestos vitales que permiten acariciar la paz.
Fingir no resuelve nada, pero ahorra explicaciones, como el frío que desborda la mirada y congela las palabras, aunque las cuchillas del recuerdo desgarren la garganta.
Para seguir flotando se sirve una copa de lo que sea: lo importante es tener un cristal al que aferrarse y que diluya su mueca. Debe bordear el desánimo como si fuera transparente y no existiera, como si no trazara cadenas de corrosión irreversible en la mente. Abrazar otros fuegos que devuelvan la tibieza a su alma, volver los ojos a las rocas que jamás se transforman en pantano traicionero. Amar la bruma que desdibuja lo prescindible, lo que agota la energía, lo que hiere, lo que no la merece.
La lección está aprendida. Ha besado todas sus cicatrices desordenadas, sin cronología, como si fueran una sola, para incorporarlas a la epidermis de su ser. Ha dejado de sangrar, de derramar esencias vitales, de fluir por los demás.
No sospecha que de sus pupilas mates, de sus rizos muertos, de su rostro cansado, de su insondable vacío sin ecos ni destellos, de su parquedad y ligereza recién estrenadas, su espíritu ha huido desconcertado.
No imagina que ya no la reconocen, que al dejar de derrocharse para volcarse en sí misma se ha vuelto invisible para el mundo.
Que no es ella la que ha perdido, sino los demás.
Aún no sabe que, cuando lo comprenda, llegará otra primavera.