Harta. Estás harta. Un hartura que viene de muy adentro y que la piel de tu cara exuda en gotas oscuras frente a ese espejo que se ha convertido en tu enemigo cotidiano. Él, gélido e insensible, te devuelve intacto el sabor amargo de tus días en un reflejo que te empieza a ser desconocido. Si algo queda de la joven desenfadada, atrevida, irreverente que un día fuiste, lo va borrando el colorete con el que te empolvas las mejillas, la sombra con la que pretendes en vano dar luz a los ojos y ese lápiz que fracasa al dibujar el contorno, ilusoriamente vivo, de una mirada que se muere. Un lápiz que sostienes entre los dedos y que cada día es más pesado, más ajeno, más negro; toneladas de vacío que agarras, indecisa, antes de cumplir con el patético ritual de convertirte en esa otra, la que ha de sonreír aunque llore por dentro, la que ha de ser amable aunque quisiera ser fiera, la que ha de ser esclava aunque anhele ser martillo con el que machacar cadenas relucientes. Solo te queda un refugio, ese tras el que escondes, a la vista de todos, lo que queda de ti; ese que te hace saberte diferente. Es tu clavo ardiendo. Si lo contaras, nadie te entendería, pero tu pelo rojo lo has convertido en la última resistencia, en la última línea de defensa frente a ese mundo que te resulta tan hostil. Es lo más auténtico que ves cada tarde en el espejo, por él te reconoces más allá de maquillajes, pintalabios, pendientes, collares, pulseras y vestidos; e incluso sin nada de todo eso sobre tu cuerpo vendido, es lo único que no ha podido invadir la hartura que sientes, lo único que todavía guarda, escondido entre su lisura, tus últimas esperanzas.