The Long Good Friday (El Largo Viernes Santo, 1980) es más que nada un mecanismo de relojería, engrasado a la perfección. El escocés John MacKenzie guía al espectador, inerme ante lo que sucede en pantalla, por derroteros que tienen lugar en un Londres nada cercano al de las postales. El espectador ha salido de ver Get Carter y aún no ha visto Mona Lisa, pero sabe, es consciente, asume que Londres es una hermosa ciudad con gente repugnante, gángsters horteras, con camisas imposibles como las de Harold Shand (impagable Bob Hoskins).
Shand, duro y sin escrúpulos, es un cúmulo de accesorios y engranajes, otra máquina. Máquinas dentro de máquinas. Uno de esos capaces de mantenerse fuera del ojo público al tiempo que ejercen su oficio. Gordo y feliz dentro del funcionamiento de su máquina. Bastante consciente de los desembolsos financieros de su organización frente a las ganancias. Aunque no íntimamente conscientes de las más profundas, más oscuras consecuencias de apuntalar su imperio. Orgulloso de sus ganancias más recientes en los establecimientos de juego. La historia se desarrolla, por tanto, en el clima asfixiante de un Londres empobrecido tras la enorme crisis económica del 73, en un panorama en el que se respira la corrupción política y policial. Panorama que, aún en la tardía Guerra fría, se nos asemeja bastante más real que de ficción.
Shand, junto a Colin (Paul Freeman), Jeff (Derek Thompson) y su hermosa mujer, Victoria, entre otros (magnífica Helen Mirren, para variar) ha conseguido labrarse una posición de privilegio dentro del mundo del hampa y cuenta con el apoyo económico de la Mafia norteamericana para adquirir unos terrenos en una zona deprimida que ellos mismos urbanizarán y que se convertirán en un chorro de millones de libras cuando la ciudad sea designada para celebrar los Juegos Olímpicos de 1980 (en el mundo real, se los llevó Moscú). Todo parece ir sobre ruedas hasta que, de pronto, una bomba estalla en su coche a modo de aviso y, después, una serie de atentados encadenados ponen en peligro tanto la operación inmobiliaria soñada como el patrimonio y su posición dominante dentro del hampa. Shand tendrá que localizar a sus enemigos potenciales en una carrera contrarreloj antes de que los americanos (comandados por ese pésimo actor que fue Eddie Constantine) se retiren del proyecto.
The Long Good Friday sigue a un protagonista complejo y realmente se podría clasificar como un thriller shakesperiano y de tendencia calvinista, de un séptico pesimismo pocas veces igualado. Esa escala bíblica, cuerda floja sobre la que se mueve Harold Shand, y que se ejemplifica por la progresiva caída del hombre como tal o su auto sacrificio en favor de la continuación del hampa donde el poder siempre se transfiere…y todo ello hacia un destino inoportuno pero previsible. Las imágenes arenosas que refuerzan la cadena de la destrucción caótica, donde los coches explotan por doquier, y la disensión con los infiernos a la que se alude en el título de la película, así como el barbarismo escondido dentro del protagonista, Harold Shand.
Hay, no por nada, un momento donde los hombres de Harold cuelgan a muchos gángsteres rivales al revés en ganchos de carne, más una escena de crucifixión que cine de mafia propiamente dicho. Harold Shand será al final de la película su propio Poncio Pilatos, que inevitablemente le pone sobre el camino hacia su final. Nunca realmente averiguamos los motivos detrás de cualquiera de las intenciones de esas camarillas filo-terroristas que rivalizan entre ellas, pero la brutalidad aumenta, y el ciclo no parece romperse jamás. El film de MacKenzie es, ante todo, una película adulta, sin fisuras ni parcelas argumentales vacuas, ayudada por el guión de Barrie Keefe y la inigualable banda sonora de Francis Monkman, fundador del gran grupo Curved Air.
Recuerden: pieza de relojería, Biblia de la destrucción moral del individuo, declaración rigurosa de las motivaciones que llevan a la corrupción humana. Y, sobre todo, obra, sencillamente, maestra.