No, no te lo dije. Pero claro que me di cuenta. Era la evolución normal, nadie hubiera resistido lo contrario. Imagínate un sol despiadado que acabara quemándolo todo, agostando la frescura, convirtiendo en desierto árido cualquier vergel, en espina cualquier hoja.
No te lo dije, pero vi y sentí espongificarse la intensidad. Se fue llenando de huecos, redondos y pequeños como burbujas. No era malo. Como no lo es que las nubes tamicen la luz del sol para hacerla soportable, para poder disfrutar de su calor sin morir achicharrado. Piensa en una piedra pómez que frotas para suavizar y eliminar la piel muerta . Agradable, deseable, llevadera.
¿Debía decírtelo? ¿Acaso no eras consciente del recorte de minutos, del declive de besos, de la escasez de abrazos? Tú también fuiste cediendo a la comodidad, a la tentación de regresar al espacio propio. Lo importante era conservar la estructura, aunque se hiciera ligera como un corcho que sirve de salvavidas. Pero no supimos detectar ese equilibrio ideal.
Sucedió que no vimos entrar a la carcoma de la rutina, que la liviandad se transformó en podredumbre y los espacios se hicieron universos. Que el maldito corcho se desmigajó sin percatarnos, que nuestro mundo común se había apolillado hasta el punto de no resistir ni un soplo de adversidad.
Entonces sí te lo dije, sí nos lo dijimos. Alto y fuerte. Demasiado. Sacudiéndonos la culpa para mojar al otro, como perros al salir de un baño de realidad. Incapaces ya de buscar un rayo de luz y calor que nos secara, que restaurase mínimamente la sombra de lo que habíamos tenido. Agotados de no haber luchado. Incapaces de mirarnos. Con los ojos ateridos, buscando la salida en horizontes desconocidos. Con los sentidos sedientos de una nueva intensidad en la que derretirnos otra vez. Con la nostalgia y la certeza de que no la volveríamos a encontrar en ese nosotros hundido que ya no existía.