Fue exactamente un treinta de agosto cuando, sometido al frío triste del inevitable adiós, nuestro amor tostado al sol se derritió como los helados que tanto te gustaban.Y con él cualquier promesa de contacto imposible, cualquier esperanza ingenua de revivirlo, cualquier atisbo de que pudiera existir otra vez.
Yo aún conservo la piedra redonda con la que tropezamos aquella noche de magia en la playa, y me gustaba pensar que quizá tú siguieras escuchando la sal del oleaje en la caracola que te regalé.
Con el paso del tiempo tu nombre exótico se escurrió de mi memoria, aunque, desde aquel verano, el sabor de la vainilla siempre barnizaba mis labios de nostalgia y traía a mis oídos el eco de risas felices.
Ayer, siete de junio, tus ojos me miraron desde la pantalla del televisor. Los años no habían apagado su brillo pícaro, pero tu mano sostenía un machete ensangrentado en vez de un chorreante cucurucho.
Hoy sopeso, sentada en el malecón, si arrojar al mismo mar que te depositó en este continente ajeno la piedra que me ancla a tu recuerdo . Como si fuera una prueba infame que me incriminara, como si con ello borrase de algún modo tu huella de mi vida, como si así sepultara en lo más profundo tu inocencia de entonces.
Pero cuando intento lanzarla lejos, las lágrimas que no puedo contener inundan mis sentidos con un maldito aroma a vainilla.