Ya llega la primavera. Lo sé porque mamá se ha sentado en el porche a pegar tréboles de cuatro hojas en mi falda. No pierde la esperanza de que este sea mi año, como ella dice. Oigo los brotes reventar, siento crujir las escamas de los lagartos y he visto un petirrojo entrar en el sombrero de paja colgado en el cobertizo. Pero nada de ello parece despertar ese instinto natural que se espera de mí. Aun así tendré que asistir al baile y fingir mi disposición a cumplir con el cortejo tradicional para buscar marido.
Mi madre me observa de reojo. Sé que espera que me interese en su labor y muestre alguna ilusión: acecha brillos en mi mirada, rubores en mis mejillas, sofocos en mi respiración. Y sonríe cuando por fin los descubre. Porque, desde su mecedora del porche, no distingue como yo la figura de María, que se acerca, como un hada, iluminando la tarde con su vestido de flores.