Ya apenas habla. Pasa las mañanas hundido en una silla de ruedas delante de una ventana, y las noches en su cama de la residencia, donde alguna vez le viene el recuerdo de aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo, aunque no está seguro de lo del pelotón de fusilamiento; o recuerda que un verano estuvo en un lugar de La Mancha, de cuyo nombre quiere desesperadamente acordarse, pero no se acuerda; o le parece que en una ocasión le dijo a su jefe, el director del banco, que preferiría no hacerlo, pero no sabe si al final lo hizo, lo hicieron; y hoy, que hay dulces y guirnaldas y les han puesto un gorrito porque es Nochebuena, tiene una vaga memoria del espíritu de las navidades pasadas, un ser vestido de blanco que repitió varias veces un apellido alemán que ha olvidado del todo. Y por fortuna, también ha olvidado cómo desde entonces las semanas se encadenaron a las confusiones, los meses a la desorientación, los años al pantano donde realidad y ficción se revuelcan juntas en un mismo fango de desmemoria y silencio, el horror, el horror.
