No sé si fue cosa del azar, del destino o de los mismos dioses; lo cierto es que encontrarme con aquella joven me cambió la vida, y de qué manera. Fue una mañana de julio. Una fina llovizna caía sobre las hojas de los grandes robles que formaban un hermoso túnel vegetal sobre el camino que yo transitaba, chubasquero puesto, mochila a la espalda, cámara de fotos al cuello, bastón en ristre, y a flor de piel la emoción de sumergirme en aquel paraíso natural. Era un antiguo camino real, flanqueado por sólidos muros de grandes bloques irregulares de granito cubiertos por una espesa y mullida alfombra de musgo; pero que a mí, enseguida, me pareció del todo irreal, hasta el punto de que en cada recodo temía encontrarme con jinetes embozados, hermosos carruajes, o arrieros con su recua. Pero a quien me encontré fue a aquella muchacha, o quizá fue ella la que me encontró a mí. Recuerdo que chorreaba agua su larga cabellera, como si acabara de salir del río que murmuraba al costado del camino, pues no era tan intensa la llovizna; y no llevaba nada encima, ni siquiera ropa, salvo unas hojas de castaño que cubrían su intimidad, salvo toda la belleza del mundo concentrada en ella. Obviamente me quedé paralizado en mitad del camino, mientras ella se acercaba con absoluta naturalidad. ¿Puede darme un poco de agua?, me dijo. No conseguí articular palabra, simplemente le tendí mi cantimplora. No guardo claro recuerdo de cómo sucedió, sí de que en mitad de aquel camino nos amamos, sí de que se marchó con la misma naturalidad con la que había llegado. Desde entonces he abandonado el mundo. Vivo oculto entre los robles, a la vera del camino, en la ribera del río, espiando a los caminantes, acechando el regreso de la diosa.