Soy un rey que vive solo en un castillo. Su tamaño es infinito. Mi reino son las tierras del mundo. Vivo solo porque mi mujer me abandonó. Alguien nos echó una maldición y ella fue incapaz de soportar tanto dolor. Nuestra hija acababa de nacer y los tres dormíamos juntos en el lecho. La niña se quejó, mi mujer se la colocó en el pecho y el bebé calló en seguida. Apenas pude retener su voz en llanto, pero un par de horas más tarde, cuando volvió a quejarse, su lamento me sonó distinto. El amanecer lo confirmó: ese bebé no era el nuestro, no era nuestra hija. Avisamos a todos los sirvientes. Movilicé a las tropas del reino. Nadie sabía exactamente qué estaba buscando porque sólo nosotros reteníamos el rostro vivo de nuestra hija en nuestra mente. Recuerdo los gritos de la reina mientras deambulaba por palacio; de todos sitios le traían bebés para que los viera. Yo sostenía a la niña impostora, no porque me hubiese encariñado con ella sino para hacer urgente, por contraste, la ausencia de mi hija. A veces la reina volvía conmigo, miraba fijamente al bebé y me preguntaba: «¿Verdad que no es la nuestra? ¿Verdad que no es ella?» Yo le aseguraba que no, aunque muy pronto eso dejó de importar. A la noche siguiente, el bebé volvió a cambiar tras el primer llanto. Lo tenía a mi cargo; la reina no quería dormir con ella ni la deseaba amamantar. Cuando entré con el recipiente de leche, intuí a la luz de las velas los rasgos de un rostro distinto. La alimenté a pesar de todo y, cuando se durmió, fui a ver a la reina: «El bebé no está», le susurré. «Hay otro en su lugar, pero no es nuestra hija». Éste era un varón. Mi mujer lo miró sólo una vez y, con su violento aullido, anunció que nuestra maldición no admitía sombra de duda.
La reina fue la primera en desaparecer. Aquel grito fue su despedida del mundo. Hoy vivo solo en el castillo. Mi vida transcurre en una habitación. Paso el día jugando con el bebé con el que amanezco, acariciándole la piel, poniéndole crema, haciéndole cosquillas en la barriga, si es que le gusta. Sobre todo, les huelo. Retengo muchos olores diferentes. A veces, cuando los bebés duermen la siesta, los dibujo. Comparo los bocetos que hago, a ver si algunos se parecen. No lo creo. Ya he olvidado el rostro de mi hija. Ni siquiera recuerdo su llanto. Pero tengo la certeza (y el honor) de haber alimentado, algunas noches, hasta seis bebés distintos. Del total, nunca llevé la cuenta. Hay noches que ni siquiera los miro cuando me levanto (voy con los ojos cerrados, tengo sueño, no quiero despertarme enteramente), ni me preocupo por saber si estoy alimentando al mismo bebé o a uno diferente. Todos tienen el mismo cuerpo caliente. Todos respiran igual de fuerte; sus pulmones apenas caben dentro de sus cuerpos. Todos se quedan dormidos de la misma manera. Ninguno pesa más de lo que aguanta mi brazo.
No sé dónde van estas criaturas cuando desaparecen. Espero que alguien se ocupe de ellas. Supongo que existen más personas como yo, que toman parte en esta misteriosa rueda de cuidados. Y quizá disfruten de más tiempo para estar con ellos, aunque eso también he aprendido a relativizarlo. Soy el responsable del primer día de estos niños, eso es todo. Me veo como quien dispensa una función. Al principio me preguntaba: ¿de quién es la criatura a la que estás criando? Pero he llegado a la conclusión de que nadie sabe si su bebé es suyo o es de otro. Esto, que antes se decía con malicia de cualquier padre, ocurre con la madre también. Todavía me acuerdo de la reina. Me la imagino viviendo en una pequeña cabaña, disfrazada, casada de nuevo con un campesino, criando sus propios hijos y los de nadie más. Ojalá alguna noche, por azar, me haya ocupado de ellos. Los consideraría un poco míos. Ojalá hayan pasado por mis brazos. En un mundo diferente, yo hubiese sido el agricultor que vive con ella. Podríamos haber estado al frente de una familia normal.
Pero estas cuestiones me resultan muy lejanas. Creedme: no tienen sentido en la oscuridad de una noche de llanto. Uno puede creer que está criando a su propio bebé cuando, en realidad, su bebé está conmigo y lo que él tiene en los brazos es el hijo de otro. Incluso los padres que tengan la suerte de ver a sus hijos crecer sentirán que los están perdiendo todos los días, mientras cambian y se convierten en otras personas. Lo importante en ambos casos es que cese el hambre, muera el frío, vuelva el sueño y la vida prosiga. Nada más. Sospecho que formo parte de un plan universal, de un orden cósmico por el que todos los bebés han de pasar un día con los padres de otros, en un extraño intercambio. A lo mejor tú alimentaste a mi hija cuando desapareció. A lo mejor tu propia hija pasó por mis brazos. A lo mejor tú mismo fuiste uno de los bebés rodantes de los que yo me hice cargo.
Aun así, me pregunto si mi función tiene que ver con mi puesto de monarca. He revisado los tratados del reino en busca de alguna ley antigua que diga que todos los recién nacidos han de recibir los cuidados del rey. Sería una forma de asegurar su lealtad. No la he encontrado. Me placería que los bebés que vigilo fuesen los mismos súbditos cuya vida veo desarrollarse más allá de los muros, viviendo y muriendo sobre mis tierras. Pero existe otra posibilidad. Hace años que no salgo y, sin embargo, en ocasiones me parece que escucho ecos de risas lejanas. Entrecortados por los llantos, a veces me llegan suspiros, gemidos, ecos que parecen diálogos. Serán fantasías, me digo, cacofonías de otras épocas en las que el castillo se vestía con muchas capas distintas, superpuestas las unas sobre las otras. Algunas eran verdad, otras eran mentira. Pero ayer tuve la idea de que en cada uno de mis cuartos vive una copia mía. En mi castillo existen miles de habitaciones distintas; la mía se halla en el extremo oriental del edificio. Mis sosias del ala este acompañarían a mis súbditos durante su infancia, igual que yo lo hago durante el primer día. Los del ala sur velarían por ellos en la adolescencia, haciéndose oír entre el clamor de sus cuerpos. Los del ala oeste, en cambio, les cuidarían durante la mediana edad y sus crisis perpetuas. Los reyes del ala norte les darían la mano en la vejez y, en el último suspiro, se la apretarían.
La visión me reconforta. De ser cierta, aún estaría cuidando de mi hija.