Como una llovizna que resbala por el terciopelo de los albaricoques maduros, sin empaparlos ni limpiar su piel, el hombre del patio llora por dentro. Sin desahogo, como le enseñaron por nacer hombre. No le ha bastado descargar su rabia contra aquella muñeca rubia y rosa que tantas veces arrebató a su hijo y amenazó con quemar en la lumbre. El desconsuelo sigue intacto: sabe que Alejandro…Sandra, jamás volverá.
El párroco enmudecerá las campanas. Los vecinos, cómplices silenciosos, le esquivarán la mirada. El alcalde, compañero de cacerías y purgas de indeseables, esterilizará su conciencia con vodka. El alguacil, ejecutor a sueldo, jugará la partida como siempre en la taberna. Lo sabe bien. Pero hoy solo es padre, desgarrado por su propia trampa de intransigencia, víctima atónita del mismo fanatismo que enarbola. Se derrumba al explicar a su sollozante esposa en qué barranco tendrán que buscar el cuerpo, carne de su carne. Pero antes, llenará la cartuchera dispuesto a sembrar amapolas de venganza, con una soga enroscada en la cintura para expiar su culpa después y la foto de su hija junto al corazón.