«Un hombre trae su vida consigo al entrar en una habitación. Como cuando olvidó sus sueños y se estrelló con la realidad, asumiendo que el mundo no es perfecto y arrepintiéndose de los errores cometidos en el pasado.» Dick Whitman.
Los empleados de Sterling Cooper se despiden con su séptima y última temporada, AMC cierra el telón de su serie más longeva: Mad Men.
Desde sus inicios, aclamada como digna sucesora de The Sopranos. Y, con el tiempo, una de las producciones más laureadas de los últimos años.
Mad Men encontró en AMC su hogar, acogida rechazada por otras cadenas. Pero no fue fácil, aún con dicho beneplácito el show se sintió algo huérfano: las disputas por la toma de decisiones, presupuesto y logística siempre estuvieron presentes en el incierto devenir de la serie. Un caso ‘David contra Goliat’ que siempre estuvo presente en los medios de comunicación.
Ahora, tras una lucha perseverante sin límites, Matthew Weiner ha decicido poner un ‘punto final’ a su epopeya neoyorkina; la eterna búsqueda de la felicidad de Dick Withman, resguardado bajo la escafandra de un personaje ficticio. Un endiosado álter ego como imagen publicitaria y gestión del branding de él mismo, Don Draper.
Un tipo propenso al cuerpo de la mujer, adicto al sexo sucio como hábil escapatoria de la realidad y, a su vez, adherido al humo de un cigarrillo. Términos peyorativos de un hombre desprovisto de carne y hueso, que sigue buscando respuestas en el culo de un vaso (sumido en las profundidades del alcohol), mientras ansía redimirse por sus innumerables pecados.
Todo tiene un propósito en Mad Men, no existe el libre albedrío en la toma de sus decisiones. El ubicar temporalmente su desarrollo durante las controvertidas décadas de los 60/70, así como el localizar su emplazamiento en la profundidad de una agencia publicitaria en pleno Manhattan, acaba proporcionando al público el visionado de una jauría conservadora conducida por un amoral Donald Draper.
Pero aún con una visión retrógrada de la familia y el trabajo, impuesta para retroalimentar los valores morales del espectador capítulo tras capítulo, existen elementos y personajes reaccionarios que hacen vislumbrar la luz del sol. La ambición de la secretaria Peggy Olson es un ejemplo de ellos. E incluso también salpica, con numerosos detalles, el ambiente caldeado que se respira en la actualidad laboral. Un carrusel de emociones pasadas, presentes y futuras; que indican el devenir de los acontecimientos en su trama.
Desde su concepción, Mad Men no descubre la rueda ni da por hecho que ofrece algo nuevo. Sólo busca la conexión con su público, crear un lazo sentimental con un producto que nos implique a nosotros mismos, curando viejas y nuevas heridas.
Cada temporada se ha convertido en un viaje a la nostalgia y a la fragilidad del ser humano articulada por una imperecedera máquina del tiempo. Dicho esto, y obviando los revisionados, sobra decir que la echaremos de menos.