«¡Virginia se queda!». El grito cuelga de los balcones y ventanas de casi todos los edificios de la calle. Está escrito sobre retales de sábanas, recortes de cartón, trozos de plástico, con letras desiguales, hechas a mano, improvisadas con gruesos rotuladores o brochazos imprecisos. El vecindario está asomado a las ventanas y corea el grito ante la llegada de dos lecheras de la Policía Nacional. Varias decenas de activistas, muchos de ellos con la camiseta verde de la Plataforma Antidesahucios del barrio, llevan sentados frente al portal de Virginia desde las ocho de la mañana. Los polis bajan de los furgones con su parafernalia robocop y forman a la espera de recibir instrucciones. El secretario del juzgado también acaba de llegar. Trae la orden de desahucio para Virginia, sus dos hijos de seis y un año, y para su suegra, setenta y cinco y con alzheimer avanzado. El marido no lo verá, se ahorcó una madrugada de la rama de un árbol frente a las oficinas del INEM.
En la calle, un hombre de mediana edad envuelto en una bandera roja y gualda aprieta el paso en dirección al conflicto. Los polis lanzan los primeros agarrones a los activistas para franquear el paso a los ejecutores del desahucio de Virginia y su familia, pero estos, con los brazos entrelazados, resisten el envite. El griterío desde ventanas y balcones arrecia. Las primeras porras caen sobre las cabezas de los manifestantes. De golpe cesan los gritos de los mirones. El abanderado acaba de llegar al tumulto. Los polis al verlo allí, envuelto en el símbolo de la patria, se quedan inmóviles por un instante; después, con asombro y reverencia, abren un pasillo para que el hombre pueda continuar. Pero no lo hace.
—Soy un patriota —dice con voz firme y clara ante la sorpresa de todos—, y he venido a defender mi patria y mi bandera. ¡Virginia se queda!