Siempre que llevaban una buena temporada forzosamente desocupados, Holmes invitaba a Watson a dar un paseo por la estación Victoria o por los alrededores del Savoy. Para estirar las piernas, acostumbraba a decirle a su compañero de fatigas. En el último, se encontraron con el señor Lawrence Jones, dueño de la floreciente sombrerería Jones&Cavendish, situada en Burlington Arcade.
—¡Señor Jones, cuánto tiempo sin verlo! Hace mucho que tenía pensado pasarme por su sombrerería, ¿no es así, Watson? —El doctor asintió desde una distancia que estimó prudente y que respetó en todo momento.
—Señor Holmes. —Apenas levantó su irreprochable bombín el otro, en un apresurado gesto conjunto de saludo-despedida.
—Viene usted de Manchester, ¿verdad? Un viaje de negocios, intuyo. Es muy bueno el algodón de esa ciudad. No ha sido nada difícil deducirlo, el tren de Manchester tenía prevista su llegada a las 17:43. Sin embargo, observo que lleva los bajos de los pantalones todavía húmedos y el calzado sucio. Y su paraguas, con el espléndido día que hace hoy. Resulta extraño. Ahora bien, hoy la mañana en Bletchley ha sido particularmente terrible, así lo ha anunciado el servicio meteorológico. Quizás venga de allí, entonces, ¿no piensa lo mismo, Watson? Por cierto, ¡qué bien se le ve, señor Jones! ¿Se tiñe el pelo? Si hasta está más delgado. Practica deporte, estoy seguro de que se cuida, ¡por supuesto que sí! Cualquiera diría que esconde usted una amiguita por ahí. Bromeo, claro está. Pero si tuviera una amiguita en Bletchley, apostaría a que es francesa, por los puños y el modo en que lleva planchada la camisa. ¿De Normandía?
—Basta. ¿Cuánto quiere?
—¿Cinco mil libras en Rothschild&Sons le parecen suficiente?
Ambos se llevaron la mano al sombrero.
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