Inmerso en peleas, genocidios, violaciones, limpiezas étnicas, apaleamientos de mendigos, linchamientos de homosexuales y gente extranjera, agravios contra ancianos, descuartizamientos de niños, hambrunas, desmembramientos de esclavos, torturas, holocaustos sistemáticos de poblaciones enteras, sacrificios, secuestros y guerras, abusos sexuales, robos, requisamientos en masa, encarcelamientos y desapariciones forzadas, purgas ideológicas, persecuciones, trata de blancas… inmerso como estaba en cualquiera de estas prácticas, de pronto levantaba la cabeza y me topaba con los ojos de otro ser humano que, como yo, también mataba, violaba, torturaba y asestaba el último golpe. Y durante unos segundos nos decíamos, con los ojos tan sólo, que no éramos malas personas, que no gozábamos con esto, que todo lo hacíamos obligados por el poder más sádico y desalmado que ha pisado la Tierra.
Pese a que éramos verdugos, durante los segundos en que nos sosteníamos la mirada nos sucedía lo mismo que le ha ocurrido a tantas personas oprimidas a lo largo de la historia: que, habiéndose afiliado a un club secreto —tras haber atendido sus reuniones clandestinas y haber compartido, con ello, el único lugar en el que podían sentirse seguras de ser tal y como eran: homosexuales, comunistas, judías— volvían a encontrase en una reunión oficial de la Iglesia, del Partido, de la Empresa. Lo hacían ya vestidas de etiqueta, cada una del brazo de su respectiva Pareja, conversando afablemente con sus fieles Camaradas, Condiscípulos, Socios, Colegas; contando los mismos Chistes, las mismas Anécdotas; insistiendo en los mismos Conceptos, los mismos Mensajes, las mismas Ideas sancionadas por las altas jerarquías del correspondiente órgano de turno: el Comité Central, el Cónclave, la Asamblea. Como nos sucedía a nosotros, también a ellos les bastaban apenas unos segundos para reconocerse mutuamente a través de sus disfraces y sus imposturas. Y seguro que en su mirada relampagueaban, entonces, como en la nuestra, el alivio y el terror. Porque alguien sabía quiénes eran. Afortunadamente, esos clubes secretos prohibían el uso de nombres de cualquier tipo —reales o ficticios— puesto que incluso el pseudónimo más azaroso podía dar pistas sobre las que fundar una investigación, de la que podía derivarse, a la postre, una denuncia, y de ella un Despido, un Divorcio, un Castigo, una Condena.
A nosotros el poder nos vigilaba sin descanso y nos prometía infligir el peor de las torturas a quien desobedeciera sus llamamientos periódicos a la violencia gratuita. Cualquier noche salían instrucciones que debían ser cumplidas. En la cabecera figuraba siempre la misma consigna oficial: Homo homini lupus. Las proclamas incluían listados de víctimas y los códigos de quienes compondrían los grupos armados. Al principio debíamos llevar pasamontañas, lo cual fue un alivio; pero pronto los cubrecaras dejaron de ser necesarios. Comprendimos que nada ocurriría sin que el poder lo quisiera; que, si íbamos a ser castigados, lo seríamos con o sin denuncia, con o sin causa, gracias o a pesar de nuestro anonimato. Además, en medio de las cacerías ni siquiera nos mirábamos; sólo estábamos pendientes de las víctimas, y éstas aprendieron pronto a cerrar los ojos. A partir de entonces supimos quiénes éramos los miembros de las rondas nocturnas; si habíamos coincidido en ellos con alguien del trabajo, con algún familiar, con la pescatera, con la maestra de nuestros hijos… pero nada de esto cambiaba las cosas. Yo miraba sus rostros como si fueran máscaras.
Excepto cuando se cruzaban nuestras miradas… entonces era, para mí, como si volviésemos a llevar pasamontañas; pues de todo su cuerpo yo sólo me fijaba en sus ventanas del alma. El resto estaba borroso. Cuando me topaba con sus córneas, con sus iris, con sus pupilas enmarcadas por pestañas, fabricaba dentro de ellas un universo imaginario en el que yo era otro, un mundo en el que alguien podría verme al fin de otra manera. Desesperado por alejarme de mi propia violencia, durante un tiempo construí en esos ojos un club secreto de buenas personas en el que todos reconocíamos nuestra alma verdadera más allá del disfraz de verdugos que el poder había impuesto sobre nosotros. En realidad, proyectaba sobre sus pupilas una virtud y una bondad que no existían en mí.
Hastiados por mi insistencia, pronto nadie en el grupo quiso sostenerme la mirada. Y poco después llegó el día en que, decepcionada por mis gritos, mi falta de paciencia y mis amenazas, fue mi hija la que decidió que no iba a mirarme más a la cara (no ha vuelto a hacerlo desde entonces). Con los ojos apretados, llorando contra el cabezal de la cama, recordó aquellas noches —antes, mucho antes de que se desataran el terror y las rondas nocturnas— en que, tras apagar la luz de su cuarto, yo le contaba historias que me inventaba, novelas improvisadas cuyos capítulos alargaba una jornada tras otra, por medio de tramas imposibles que la acompañaban dulcemente hasta que se dormía. Me dijo que las echaba de menos. Nunca se había sentido tan querida ni tan segura.
Ni los arcos asirios de la batalla de Til-Tuba, ni la falange de escudos y lanzas de los hoplitas, ni el pilum de los legionarios romanos, ni las hachas vikingas; ni los arcos compuestos de las tropas de Saladino en los Cuernos de Hattin, al norte de Palestina; ni las flechas de los jinetes mongoles, las espadas caballerescas de los templarios, las picas de los confederados suizos, los mandobles con los que los mercenarios lansquenetes rompieron las filas francesas en Pavía; ni los mosquetes del ejército imperial en Montaña Blanca; ni las katanas y wakizashi del periodo Edo, los talwar indios, los shamshir persas, las dagas cosacas, las mazas con púas; ni el mosquete de mecha, los obuses de Austerlitz, la pistola de chispa; ni el rifle Baker de los Casacas Rojas, las iklwa de los guerreros zulúes, los cuchillos de los tlingit, el bumerán australiano, los arcos y flechas hopi, el sable confederado de caballería; ni las bayonetas de las tropas prusianas, el cañón de campaña de retrocarga, el Winchester, los rifles de repetición, los fusiles Mauser Gew98, la ametralladora Hotchkiss, el subfusil del ejército rojo, el Kalashnikov de los muyahidines, los fusiles de asalto bullpup, los lanzacohetes, las minas, las cargas explosivas de la ofensiva de Tet, el napalm sobre las selvas vietnamitas; ni los subfusiles de los U.S. Navy SEALs, la bomba atómica, los drones suicidas; ni siquiera el bate de béisbol que cada noche blandía con rabia en las rondas nocturnas… no, nada, nadie, nunca pudo infligirme tanto dolor ni semejante tortura.
Diciembre 2025
Luis S. Villacañas de Castro
Soy doctor en Filosofía y profesor de la Universitat de València. Me interesan los diferentes mecanismos de transformación social, especialmente el educativo. He publicado "De Kafka a Dewey: Una autobiografía educativa" (Ediciones Antígona) y más recientemente el libro de cuentos "Los niños suicidas y otras catástrofes", en la editorial Guillermo Escolar de Madrid. En ambos casos, muchas de sus secciones y relatos vieron su primera versión en Amanecemetropolis.